MUERTE SIN FIN
- SEGUNDA PARTE -
¡Oh inteligencia, soledad en llamas
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo
que lo pone en pie y permanece
recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada,
sola en Él, reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado; como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura
o se retarda según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa que presume el dolor
y no lo crea, que escucha ya
en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua,
sólo una que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡ALELUYA, ALELUYA!
Iza la flor su enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería de olor alado!
¡Oh, qué mercadería de tenue olor!
¡cómo inflama los aires con su rubor!
¡Qué anegado de gritos está el jardín!
«¡Yo, el heliotropo, yo!»
«¿Yo? El jazmín.»
Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.
Tiene la noche un árbol con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra, ay, de esmeraldas.
El tesón de la sangre anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.
Tiene el amor feroces galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.
Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.
Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes, tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña tu picaflor!
Sabe la muerte a tierra, la angustia a hiel.
Este morir a gotas me sabe a miel.
Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.
2 comentarios:
Fiuhh... Sabía que me iba a encontrar acá la reticencia de la señora Guadalupe Dueñas llegado algún momento. Y es que ella, como ya habíamos platicado, nombró uno de sus pocos relatos como "Tiene la noche un árbol" en honor a un pasaje acá citado. Y es el árbol de la misma muerte que no termina, de esa reminicencia a la chispa inadecuada de la inteligencia, que sólo hace mas que agrandar el misterio, clasificarlo, tipificarlo y hacerlo más, mucho más escurridizo. Como la sangre en sus laberíntico camino de elipse hacia el origen de la destrucción, como la sangre en sus múltiples contradicciones. Es menester regresar a este poema cuantas veces sea necesario amigo.
Por cierto, hay una nueva entrada en mi blog, aquí nomás te dejo el dato.
Hasta pronto.
Cierto, había tenido la oportunidad de pasar a tu blog a ver a está señora (amante, esposa) de Gorostiza. En realidad es extraordinario cuando dos mentes pueden establecer ese verdadero momento divino e intentan juntos el entendimiento de lo sublime, da un poco de envidia a veces.
Las metáforas que a cada rato me avientas sobre la sangre no hacen sino provocar que me haga consciente de mi propia sangre. Creo que le debo un poema a esta sangre mía que de vez en cuando se asoma apresuradamente al menor corte como si no pudiera esperar un segundo más para oxidarse en el aire.
Publicar un comentario