MUERTE SIN FIN
- PARTE PRIMERA -
Lleno de mí,
sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga,
metido acaso por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene sino la cara en blanco hundida a medias,
ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora u
n más allá de pájaros en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula, allí,
como en el agua de un espejo, se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión,
se enciende como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!
¡Más que vaso —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios, e
n sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire altísimo— los hombres.
¡Sí, es azul!
¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz,
como una estatua.
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu que una noche impensada,
al azar y en cualquier escenario irrelevante
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas
precipita su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre las estaciones
todas de su ruta tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles,
escruta el curso de la luz,
su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más
—porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasión,
en la prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
satura de odios purulentos,
rencores zánganos como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más
—porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora la substancia de su gozo con rudos alfileres;
piensa el tumor,
la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
Mas nada ocurre, no,
sólo este sueño desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto el plan de su fatiga,
su justa vacación su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido,
qué parasol de niebla
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma,
el solo paso, la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop! largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga, s
e erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen, mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta, sus propios impasibles tegumentos.
3 comentarios:
Como el antiguo míto de estas tierras que piso, en que Huitzilopochtli nacía por la mañana para combatir a sus perras hermanas, la luna y las estrellas, y después viajar por las noches a iluminar la estancia de los muertos, me reencuentro con este poema al que no había dado su real significado, porque era tan como yo, que no pude dejarme ver en las costras, en el recipiente vacío, a veces lleno, a veces vivo, en este andar en círculos, en este constante viaje de guerra dentro de mí mismo, en esta muerte de ciclos, en esta muerte sin fin. Sin lugar a dudas esto es para leerse, releerse, callarse, sentarse, dormirse, y volverse a leer. Tal vez tuvieron la culpa sus rolas para cantar en las barcas las que me alejaron tanto. Pero sí: Ave Gorostiza!
Es muy garrafal la diferencia que hay entre el primer Gorostiza (publicado hasta en los libros de la SEP) con su poesía simplo y rimbombante como ritmito de cancioncilla popular. Y de repente dejá de escribir algunos años y lanzá Muerte Sin Fin rompiendo consigo mismo. Otro poeta que pasó por la misma situación fue el buen señor Ramón Martinez Ocaranza, que era inocenton y medio místico, pero de pronto (tras salir de la cárcel en la que lo metiera el gobierno por andar protestando por los derechos de los estudiantes allá por el 67') regresa con "Elegía de los Triángulos" y entonces hay un nuevo Ocaranza, que llehgaría finalmente a su "Patología del Ser"
Pues ya veremos qué hay de esa Elegía de los triángulos, usted nomás promete y promete y nada. Ya veremos.
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