Volteo y pienso en todas las cosas que pierdo por estar aquí esta noche. De vez en vez cuando decido asomarme al mar de perfiles virtuales, en mis momentos de ocio (si no es que pensar y leer ya son suficiente ocio), me doy cuenta de lo que mis contemporáneos hacen de su tiempo. Bailes, conciertos, fiestas, banquetes, en general un sin fin de cosas que implican actividad y reafirmación. Yo siempre estoy pugnando entre el actuar y el mirar, porque temo perder un detalle, porque temo pasar de alto una línea, no entender algo, no captar un matiz. No quiero escindir una diatancia no existente, hablar de un ellos y yo. Estamos en común, habitamos estos espacios vacíos y virtuales en común, habitamos los reales, plazas, salones, pasillos, bares, en común. Simplemente que su actuar me hace de repente voltear sobre mí, si es que uno puede sumergirse en su propia sombra. Me proyecto en sus diferencias, sus alteridades sonrientes que posan para las fotos, que dan cuenta de una actividad, una actividad semiinconsciente, sólo sostenida por su misma efímeridad, sólo perpetuada por el lenguaje extraño con el que dan cuenta de ellos. Yo, y empiezo a darme cuenta que algo así existe, siempre he querido detener el tiempo, desde que era pequeño preferí siempre observar los animales, platicar con las hormigas, jugar a que era pájaro y empecinarme a prácticar el silencio de los peces. Nunca sentí la inercia propia del niño, mis juegos fueron siempre complejas tramas que imitaban mis carencias. Cuando uno piensa en retrospectiva se da cuenta de que toda infancia, por su efímera inocencia, cargará siempre algo de terrible, algo de irrecuperable.
En mi andar por las letras, por las imágenes y los sonidos organizados y sugerentes que llamamos arte, me he dado cuenta que toda expresión parte de una sorpresa inicial. Un asombro que se funda sobre un gesto, el gesto de no poder encontrarse en nada externo. El niño triste se da cuenta que nunca podrá ser un pájaro, ser un pez, que jamás aprenderá el secreto vuelo de la libélula y no podrá vivir bajo de una roca. Se rompe la primera frontera y nos ocultamos en el lenguaje, no siempre de palabras, con miedo.
Ese miedo se rompe en un instante, cuando uno levanta la cara del libro, deja la pluma, el pincel, la guitarra, el cincel, el volante, el balón, la mano... y se da cuenta que eso jamás puede darle identidad, aquello que hacemos no vale salvo en común, y ese común es extraño y extenso, nos damos cuenta que lo hemos perdido de vista, que hemos perdido la incercia necesaria para ser en común, por eso requerimos teorizarlo. La atención, el razonamiento, la sensibilidad creados y pulidos en nuestro contacto con las formas abiertas (pinturas, poesía, composiciones, esculturas... mundo en general) nos han apartado, dado la vuelta, y mientras otros reían nos damos cuenta que siempre somos los últimos en entender el chiste, los primero y únicos en reirse del propio.
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Confieso que no he superado el hecho de que en mi adolesencia preferí los libros a la gente. No entendiendo con qué afán, el niño triste creció resentido y bajo los ojos. También fue la época donde más excesos tuve, me arrojé con la misma pasión sobre "La Iliada" que sobre los pechos de muchas mujeres. Me confundí con el mismo temblor entre los laberintos de Borges y las indentidades semiconstruidas de mis compañeros. A donde iba eso otro me acosaba, me seguía todo el tiempo. Sin poder reconocer que en ambos saltos, estaba dando el mismo salto, olvidándome de mí, siempre me fui ajeno, ese Yo no existía y lo proyectaba en voluntad y deseo, aquellas dos fuerzas que requieren de otro siempre para confirmarse. Definí entonces mi rumbo como una constante búsqueda, sin entender que había olvidado cerrarme a mi mismo, una identidad provicional y necesaria para andar sin romperme. Cada paso que dí me quebró, cada error, cada acierto, me lastimó de igual manera que ahora entiendo que sólo con la poesía (de nuevo, lo que no soy yo, lo que es en común) organizo todo ese dolor, ya no negativo, sino dolor amplio, de ser yo, desconocido para mi.
La primera vez que voltée sobre mí, fue cuando leí a Nietszche y para entonces ya tenía yo 16 años. Fue terrible, creí en las cadenas que me ataban, las reconocí no sé hasta que punto, pero quisé romperlas, sin conocerlas con precisión. Maté a un Dios que nunca había sentido oprimirme bajo el pretexto de esa opresión, y rompí una moral que nunca había aprendido en pro de un actuar. Pero sin el yo, ese actuar se proyecta múltiple y equívoco, contradictorio, fue entonces voluntad y necesidad de reconocimiento.
Abogué por causas mayores, sentía ya en mi sangre el veneno simbolista. Hambriento estaba como todo poeta, de capturar la palabra, a mi al rededor los otros se sucedían, mis amigos iban y venían y yo desarrollaba este moverme sin quedarme, entre irme y quedarme, siempre estaba, jamás establecí ningún vínculo con nadie.
Aun ahora que brevemente trato de articular ese asombro, aún ahora siento queme soy ajeno.
Cuando me di cuenta de mí, supe que iba a morir, lo entendí en su amplitud, y aboqué por el insomnio. No podía soportar el hecho de cesar, pero no cesar yo y mi individualidad que siempre me había estorbado, cesar mi yo en común, cesar para otros y en otros. Cesar de enterarme qué pasaba en el mundo, cesar de darme cuenta.
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Entocnes vuelvo a bajar la mirada a los libros, a abstrarme en una pintura, perderme en una melodía, vuelvo a ignorarme para no enfrentar el hecho de que voy a morir, de que he sido un niño triste siempre, aún ahora que todos los demás dicen que soy grande, aún ahora que tengo que enfrentar las viscitudes de la labor, el trabajo y la acción. Cuando entiendo todo aquello que me supera, que la otredad es inmensa. La otredad de los libros, de las acciones, delos pobres que necesitan que se les reconozca como humanos y luego se les alimente; de los políticos que no saben gobernarse a sí mismos, mucho menos mandar obedeciendo; me doy cuenta de que no he olvidado la risa, la necesidad de reconocimiento.
Me he detenido, sí quizás, me he perdido de esos momentos en común, simples y llanos como una borrachea cada ocho días, un cigarro de hachís cada tres días, un programa de televisión, seguir una serie, esperar impaciente el mundial o las olimpiadas, querer viajar. Para entender, actuar y sentir en común, he necesitado detener la inercia de lo común, he necesitado entender la diferencia entre el "ser" y el "deber ser". Distinciones dolorosas que hacen más auténtico mi actuar y por eso más sólo y por eso también más ávido de los otros.
Pensar jamás nos hace diferentes, superiores, mejores que los otros, todos pensamos, pero se cae en la cuenta de este hecho, se cae en la cuenta, frente a la incercia necesaria para una vida cómoda, exitosa y fluida, que estamos aquí con respecto a otros.
Mientras la mayoría actúan con y sobre otros, ignorano este mismo hecho, atrapados en sus mismidades. Vacié mi yo, me construí con todo aquello que no era yo, mi subjetividad ya no fue más individualismo, sino nosotrismo. Ahora entiendo porque todos los gestos automáticos y necesarios del convivir, me eran siempre ajenos. Siempre he querido algo más de la vida, que no está en la vida... he tenidola responsabilidad de crearlo, y no para mí, que jamás seré más allá de mis obras y por lo tanto lo que cree jamás será para mí, sino para otros... espero ahora, que tú que me lees voltees y me digas... que he sido.
1 comentario:
Me carga, esta chingadera me borró el anterior comentario pero decía algo así como:
Los chacales devoran tormentas, es señal de que estamos caminando. Y también siempre la necesidad, antes de la respuesta, el génesis de la pregunta; y el estar fotografiando la corriente desde afuera antes de dejarse llevar. Observarse a sí mismo y saber que la realidad apesta, y tal vez un poco más nosotros por no entender, la sencilla felicidad de los tontos. Y de que existes y eres, claro que hay vestigios. Ya lo decía el maestro PAZ. La biografía del poeta es su obra.
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