Pequeño comentario poético sobre la glosafilosófica del poema de Hölderlin.
Por: Gerardo Flores.
¿Cómo podríamos definir la
búsqueda de Martin Heidegger por los laberintos del poema? ¿Qué secreto anhelo
lo impulsa a tientas por la noche blanca? ¿Qué intuición profética guía su
camino por el bosque? Como Dante antes que él, se hace acompañar de un amigo
poeta, pero este no es Virgilio sino Hölderlin, poeta que se sumió en la oscura
noche de la poesía.
Heidegger se siente perdido en su
época, no se siente a salvo mirando el naufragio como Cicerón, más bien como el
barquero de Nietzsche se sabe a sí mismo inmerso en el hundimiento, sin un
madero o una piedra a la que asirse. Porque sólo a nosotros no nos está
permitido posarnos, nosotros los arrojados. En el silencio de la larga noche de
la posguerra, después de que se hubo disipado el humo de la guerra, el filósofo
mira a su alrededor y haya una tierra vacía de dioses. Entra en un amargo
lamento, porque a diferencia del griego que cayó en un poso por contemplar las
estrellas, es toda la humanidad la que ha caído, son todos sus hermanos los que
han cavado sus tumbas.
Buscando un lugar para asirse,
acompañado por Hölderlin, Heidegger pide una última plegaria, una búsqueda de
nombres sagrados, voltea sus ojos a la poesía. Es la más inocente de las ocupaciones
pero que juega con el más peligroso de todos los bienes del hombre, el
lenguaje. Para Heidegger el lenguaje no es algún instrumento del hombre, sino
la posibilidad misma de su ser hombre. En el silencio que el hombre era
originalmente, se abrió un diálogo, y desde que somos ese diálogo se nos ha
encomendado la difícil tarea de nombrar lo que es. Más no cualquiera puede
asumir esa difícil tarea, sólo aquel cuya inocencia, y por lo tanto cuya
condena le permite soportar los flagelos de dios. Ese es el poeta, aquel que
habita el intermundo entre la voz del pueblo, que le ha enseñado su canto, y la
de los dioses a los que responde cantando a su llamado.
La poesía es la más inocente de
todas las ocupaciones, sí, pero en la época a la que ha sido llamado el poeta,
en la época en la que Heidegger lo busca con insistencia, su presencia es
indispensable. A la historia atroz e inhumanidad, a la deshumanización del
mundo, la hace falta una voz vibrante, pero Hiedegger sólo encuentra la noche,
sólo encuentra la profunda profecía de Hölderlin sonando como eco por todos los
rincones. El hombre ha usado el lenguaje para mentir, para ocultar, ha vaciado
la palabra de todo lo que es y se ha quedado con sólo una pieza gastada en la
mano. Pero cuando la ausencia del hombre duerme con el hombre, y éste no
despierta, qué pasa con su ausencia, o será que esta ausencia despierta en vez
del hombre y deambula por la tierra, como un hombre hueco.
Sólo el canto del poeta puede
ahora devolverle su tierra y posar su mirada en el cielo. Heidegger no abandona
las figuras, pareciera que lo que trata de comunicarnos es inefable y le ha
sido concedido como por revelación; pareciera que lo que le ha sido revelado se
lo han dicho en una lengua tan ajena, quizás anterior a la palabra, que para
acercarnos a las cosas nos hace dar vuelta alrededor de ellas. La poesía no
acompaña a la historia, nos dice, como un ornamento, sino que es la condición
de posibilidad de la Historia. Sólo a través de la poesía podremos
reapropiarnos de la Historia. Pero Heidegger teme si acaso nos será concedido
algún don de verdad, si se nos susurrará a la oreja alguna senda que hayamos
olvidado.
A nuestro alrededor todos los
caminos parecen recorridos, todo lo oculto parece abierto, y el hombre, que ha
construido en lo abierto, ya no tiene hacia donde transitar, por eso se vuelve
hacia sí mismo, a llenar ese vacío originario, o por lo tanto insaciable, por
eso se vuelve imitador de su propia sombra; y en el umbral donde debiera
detenerse a escuchar alguna voz que no sea la suya, se arroja y sólo encuentra
un caer interminable, el de la muerte.
Heidegger siempre había
sospechado de cómo la filosofía nos ocultaba la muerte, de cómo el pensamiento
rehuía su propia finitud pensándose infinito y en lugar de abrirse como un
claro de bosque para dejar entrar al Ser, se llenaba de mistificaciones y
representaciones. La filosofía de la preocupación le ha fallado a Heidegger, y
eso se nota una y otra vez en sus espiral poética. Ya no será la filosofía sino
la poesía la que pueda salvar al hombre, ya que nombrar a un hombre, nombrarlo
verdaderamente, se parece a salvarlo.
Pero la palabra ya no tiene
aquella fuerza originaria, la fuerza de lo sagrado, la palabra se nos deposita
gastada en la mano. Y la ausente de todos los ramos, la poesía, queda lejos.
Heiegger se suma al enmudecimiento de los poetas, y se admira de que uno de
ellos, su maestro y amigos, Hölderlin, se haya atrevido a cruzar el oscuro
umbral de la noche para entrar a un pozo mucho más profundo y negro que ésta,
la locura. Y sólo de la locura pudo Hölderlin sacar esas palabras tan
contundentes: “es poéticamente como el hombre habita en el mundo.” Porque la
poesía fue el don concedido al hombre originariamente, no la palabra sin más,
no la articulación del fonema, no el phoné sino
el logos. La poética no es una
función más del lenguaje, una entre tantas, alguna que embellezca y sirva para
el entretenimientos, es la función fundamental de todo hablar, del silencio
viene y al silencio se aproxima.
Sólo en el lenguaje el hombre se
pierde y se encuentra, se destruye y se construye, para que herede “lo que
tienes de más divino, el amor que todo lo alcanza”. Pero esta forma del hablar
esta palabra fundante y originaria sólo es posible a condición de poesía, a
condición de diálogo.
A la búsqueda del hombre
Heidegger pregunta primero ¿quién es el hombre? Ya no ¿qué es? Como si se
tratase de un objeto ajeno a sí, el hombre es aquel que cada vez somos y no
podemos preguntar su qué sin definir su quién. ¿Quiénes somos? Aquellos que
debemos mostrar lo que es. Pero el diálogo que hace al hombre también lo pierde
por el tiempo, y lo que debía servirle para mostrar le oculta. Por eso no todo
hombre que habla, habla verdaderamente, sólo alguien captar en el tiempo que se
desgarra algo permanente: el poeta.
No todo hablar es poesía aunque
el lenguaje sea esencialmente poético, por eso el poeta alcanza en primer lugar
la esencia del habla, la poeticidad. Así el poeta se vuelve la voz del pueblo,
dice allí donde todos queríamos decir pero no podíamos. Pero esas palabras que
dice no son tampoco las de un hombre y en esto el poeta es maldito, porque sus
palabras son siempre un ‘arrebato’. Heidegger parece hacer la apología de
Lysis, aquel griego del que Sócrates se rió ya que sólo podía cantar cuando era
arrebatado por los dioses. Es indiferente que el poeta sea o no un creador, el
poema que escribe lo antecede y probablemente lo sucederá, porque él es sólo un
intermedio, un puente entre la voz del pueblo, y los dioses.
La esencia de la poesía que
Hölderlin descubre y poetiza es la esencia de un tiempo donde los dioses se
alejaban lentamente, y así también su voz nos alcanza, a nosotros, los de la
época donde todos los dioses se han ido. Es histórica en grado supremo,
anticipa un tiempo histórico. Nuestro tiempos de indigencia requerirían un
poeta muy rico, uno tan pleno que a menudo se entumezca en la contemplación de
lo venidoro para reposar en su aparente vacío.
Así cuando el poeta queda a
solas, ya que su hablar es tan esencial que poco se entiende, que parece ser
arrebatado por la oscuridad de la locura, entonces elabora la verdad como
representante de su pueblo, como aquel que pueda decirle a los demás, aunque no
escuchen, lo que es, aquello que han dictado los dioses ausente. Pero a
nosotros nos toca ir en búsqueda de los dioses, el poeta tiene condición de
viajero, debe buscarlos en todos los rincones y agotar la poesía en una mirada
nueva, quizás ya no hacia el horizonte, sino suponerse por un segundo arriba y
arrojar una mirada vertical.
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