lunes, 9 de julio de 2012


Hacia una crítica estética de la Violencia

Gerardo Flores

Los poetas, las poetisas, ¿ven más lejos o ven de otro modo? No lo sé, pero buscando algo que, dicho en el pasado, hablara del presente que nos duele y del futuro incierto.
Subcomandante Marcos, En su Segunda Carta a Luis Villoro


En los tiempos de los que me ha tocado ser testigo, tiempos que haría a bien llamar: tiempos de transición. Quizás no tanto porque presienta que estamos abandonando algo para arribar a algo mejor –o peor- sino más bien porque en nuestro imaginario colectivo opera una confusión para determinar ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde queremos ir? Nos encontramos como suspendidos entre dos nadas, parafraseando a Heidegger. Si puedo aceptar que la confusión conlleva acciones erráticas, y la confusión me impide aceptar de lleno algún principio moral, religioso o político que pueda poner freno a mis acciones erráticas, entonces tengo como resultado más o menos el escenario que al menos desde la última mitad de siglo –como de 1950 a la fecha- ha estado presentándose en las sociedades occidentales y occidentalizadas del mundo. Un escenario donde la violencia y el desacuerdo figuran como los principales personajes y parecen guiar la acción colectiva y determinar la consciencia individual. Todos podríamos acordar más o menos que tenemos alguna especie de inconformidad frente al orden de las cosas, o a nuestras propias condiciones, y también rápidamente podríamos llegar al consenso y decir que la violencia ha caracterizado todo el desarrollo histórico-social del siglo XX y al menos lo que llevamos del XXI. Guerras mundiales, levantamientos campesinos y obreros, carrera armamentista, hambre y miserias globales, instauración y caída de regímenes autoritarios, en fin, los ejemplos que podríamos abonar a esta idea son casi interminables.


Tengo de cierta manera, necesidad de comprender mi época, pienso como Henri Miller que la confusión es un nombre que le ponemos a un orden que no comprendemos. Quizás no sea el mundo el que está entregado al caos y a la contingencia, sino que todos los principios y formas con las que nos hemos acercado a su comprensión son por esencia confusos. Pero ¿dónde podríamos comenzar nuestra búsqueda? Desechando de principio que pudiera comprender la actualidad como ‘totalidad’ y acomodarla en unas cuantas categorías, debo admitir que son la multiplicidad y la pluralidad las que caracterizan las acciones políticas y sociales. La comprensión tiene como principio identificar sus elementos, aquellos fenómenos que me esfuerzo por comprender. Pienso que un método adecuado es acercarme a lo que más ha llenado a mi entendimiento de ricos descubrimientos y ha excitado mi curiosidad, el arte. Y al menos durante este artículo sostendré la osada tesis de que la identificación de la violencia social puede darse a través de entender al arte como crítica social. O para ser más concretos, trataré de responder estas dos sencillas preguntas: ¿Por qué es necesaria una crítica de la violencia? ¿Por qué a partir del arte?

Cuerpo y Performance.

Quizás la pregunta no sea tan ambiciosa, y se pueda responder brevemente, sin tantos rodeos, pero debo conceder que me gustan los matices. Un admirador de cualquier tipo de arte debe buscar ante todo el matiz –recuerdo ese legendario poema de Verlaine (1)-. Si nos permitimos suponer que el artista es algo así como un individuo ejemplar (o individuos ejemplares) de determinada comunidad; y si nos atrevemos a aceptar, como tantas veces dijo Mircea Eliade (2), que el artista anticipa su época, que en sus haceres ya está virtualmente profesada la configuración social del mañana, entonces cabe preguntar ¿Pueden a partir de una obra de arte identificarse los elementos que causan la violencia social? ¿Por qué el arte y el artista son elementos privilegiados de análisis social?
La separación del artista del resto de la comunidad política en el sentido de su valoración ética y estética es una especie de elitismo artificial. Muchos artistas e intelectuales modernos y contemporáneos han querido romper con las connotaciones clásicas de arte, con la idea de belleza o incluso de sublime, la práctica sin embargo ha mostrado que los artistas siguen manteniendo ese aura como seres de una sensibilidad especial, que son capaces de enriquecer el desarrollo social porque logran, mediante su arte, poner de manifiesto las contradicciones del proceso histórico en el que nacieron y viven. Pero esta intuición es un hecho, lo consiguen ya que, además, tienen el talento para inventar lenguajes y formas de comunicación nuevos que les permiten ir más allá de los controles ideológicos y del peso de la cultura. En cierta forma son vistos por nosotros, intencionalmente o no, como benefactores de la humanidad, supuesto similar del que disfrutaron los científicos hasta hace poco. Es normal, que características como libertad, flexibilidad y espontaneidad sean no sólo deseables, sino necesariamente respetables en un artista. Pero este supuesto es un artificio y una construcción cultural, como tantas otras que ellos mismos critican. Así el arte es atravesado por una doble crítica, primero la que los artistas y sus formas hacen de la cultura y sociedad de su tiempo y segundo de la autocrítica que hacen de su propio papel. Entonces el arte es un espacio de comprensión privilegiado porque no se oculta como artificio, al contrario, todo el tiempo nos muestra sus vísceras, sus elementos constitutivos. Es, pues, más sencillo identificar sus elementos, los que son del arte mismo y los que capta de su enfrentamiento con el mundo social.

Tengo, primeramente, el reto de buscar nuestra obra ejemplar, y curiosamente cuando pienso en la relación de arte y violencia. Las artes representativas o las figurativas no me convencen, tampoco los medios literarios, que siempre tejen una malla entre nosotros y el afuera. Pienso en el arte ejemplar y viene a mi mente la Performance.
Ante todo hay que admitir que el presente vivido, que nuestra cotidianidad, es exposición, apertura al mundo dicen algunos. Yo prefiero el primer término porque revela una sutil diferencia, la exposición es el estarse mostrando, el no ser más que aquello que se revela a una vista pero que en cuánto reclama nuestra atención pasa a ser una cosa distinta. Por eso dije que las artes figurativas y representativas no servían para entender la violencia, porque ellas trabajan sobre el mundo expuesto, lo recomponen en un nuevo régimen de signos, abren todo un nuevo sistema de referencias ahí donde ya había uno previo. Se parecen más al mundo cultural, que a través de medios técnicos y simbólicos ocultan la biologicidad, la irreductible carnalidad del estar vivos. Un arte representativo o figurativo cuenta con la detención del deterioro corporal, con el ocultamiento de la extenuación cotidiana. Busca de cierta manera invisibilizar la muerte, precisamente porque la representa. La mostración no puede poseer representaciones, es precisamente el agotamiento de toda representación.


 Entonces tengo la responsabilidad teórica de demostrar por qué es precisamente la performance (del happening y el fluxus no hablaré en este artículo), el arte que ha sabido captar esta mostración originaria con todas sus consecuencias y que es precisamente por esa misma captura que la naturaleza de la performance es violenta. Pero abandonando un poco los tecnicismos seré más concreto: La performance es un arte violento porque toma sus elementos del mundo de la vida, un mundo que se presenta como exposición constante, un mundo que es violento.
Si bien hay cuatro elementos básicos que la constituyen (el tiempo, el espacio, el cuerpo del performer presentando –y no representando– y la relación que se establece entre él y el público), sus límites muchas veces se desdibujan al cruzarse las disciplinas. Por eso es prácticamente imposible de definir (en realidad, esta es una de sus características más ricas, la de su no-definición exacta).

La performance toma, al igual que nuestras vidas, el cuerpo como vértice de las percepciones, como grado cero de la percepción. El cuerpo pasa a ser una obra de arte en sí misma, pero una obra muy peculiar, en la que el cuerpo es todo a la vez: fin, obra, proceso, práctica y saber, exhibiendo algo que excede, y en mucho, las posibilidades que ofrecen las palabras, los sonidos y las formas inventadas o proyectadas. La performance es irrupción porque da voz al cuerpo de nuevo ahí donde lo habíamos ocultado, primero en nuestra propia consciencia, lo veíamos como algo distinto a nosotros, como algo que ‘tenemos’ y no algo que ‘somos’. Y después en nuestra forma de vida, porque nos permite atestiguar la exposición de un cuerpo al mundo, que puede ser en cualquier momento nuestro propio cuerpo, y en eso comparte muchos rasgos con la violencia.

Pero ¿cómo abre la performance una disposición en el espacio? Pienso de manera preliminar que lo hace desafiando el ‘contexto’ de la obra, tan importante para el resto de las artes. La performance es un arte transgresor de tiempos y espacios, como dijo el artista Gianni Motti, es “estar en el lugar equivocado en el momento justo.” Es precisamente iniciar una evidencia en el cuerpo, ejercer una fuerza ahí donde no se la espera. Por eso la performance es tan difícil de atrapar conceptualmente, como ha dicho Marsha Gall (3): “el performances es el contenedor de muchas expresiones”. El cuerpo es expresión, problemática y acción.

Pero tampoco es que la indefinición consustancial sea un pretexto para decir que ‘todo’ pude ser performance, nada más alejado de la intención de este artículo. Pienso que pueden mencionarse acercamientos que ayuden a comprender lo que una performance es dentro del campo del arte. Borrando nociones de género y público, el término "performance" refleja lo que excede a las manifestaciones culturales esperables y clasificables en categorías que utiliza sobre todo el pensamiento cultural occidental. Llama a cuestionar las taxonomías; señala nuevas posibilidades interpretativas sobre y en nosotros mismos, nodos de nervios, células, sangre, órganos y piel. Esferas de pensamientos, sensaciones, cicatrices y sentimientos. Nudos caóticos que nunca nos terminamos de conocer. Carnada o cebo para quienes, mediante la performance, por ejemplo, nos descolocan, nos ponen en un lugar desconocido, y nos llevan, a pesar de nosotros mismos, a una situación anterior a todo, a un llamado antiguo y cavernoso, prehistórico, intuitivo. A veces ritual.





Abyección y Violencia, El Accionismo Vienés.


Günter Brus, Otto Mühl, Hermann Nitsch y Rudolf Schwarzkogler realizaron, entre los 60 y los 70, performances extremas, en las que sus cuerpos eran sometidos a un grado de violencia terrible. Frecuentemente fueron llevados a prisión por períodos breves, acusados de violar las leyes de decencia, y sus trabajos fueron catalogados como "fuera de la moral". "Muchos se autodestruyen para autoencontrarse" dice Lea Virgine –autora del famoso libro sobre Rudolf Schwarzkogler, ‘Body, art an performance’(4)-. Pero ¿quiénes eran estos accionistas vieneses y qué representan para la performance?

El accionismo vienés como fue definido por el propio Schwarzkogler era la mostración última del cuerpo, la búsqueda del ser humano auténtico a través del paulatino abandono de las leyes de la convivencia y el provecho. Ellos eran básicamente un grupo de artistas que trabajaban sobre acciones –aktionen -- que estaban en contra de la palabra. Las imágenes del accionismo vienés son realmente perturbadoras, el propio Schwarzkogler se suicidó arrojándose desde una ventana como expresión final de un acto nunca completado. Llevando al extremo lo estipulado por Artaud en “El Teatro y su Doble”(5) el accionismo vienés pretendía constatar los límites de nuestra presencia, revelar nuestra irreductible carnalidad ahí donde se oculta. El accionismo vienés jugaba con la vieja idea de la representación, ya no es la imagen sacada de la realidad, sino insertada como realidad.

La violencia mostrada en las performances de los accionistas vieneses a veces rayaba el grado de indecibilidad. Aún perturban las estáticas fotografías, y los pocos vídeos que se conservan causan un malestar, una súbita consciencia del propio cuerpo. La violencia fue tomada como elemento principal debido a lo que Günter Brus, cofundador del movimiento declaró: “el accionismo no exagera la realidad, no es una representación, una simbolización de alguna actitud cotidiana, es esa misma actitud cotidiana sacada de su velo de normalidad, mostrada como lo que es, una violentación del cuerpo, una violencia disimulada.”(6)

Los accionistas vieneses constataron que la violencia nos define todo el tiempo, que la gran parte de nuestras actitudes cotidianas, fuera de contexto, fuera de la disimulación del funcionalismo moderno, no son otra cosa que violencia corporal. El trabajo alienante y repetitivo –como esa performance de Wolf Vostell- es una forma disimulada de la violencia que nos consume.

De sí el accionismo es arte, más allá de lo que la academia y otras formas independientes y organizadas de legitimación han dicho, poco se pude decidir, remito a la magistral tesis doctoral de José Amezcua Bravo y Noemí Sanz Merino de la Universidad de Oviedo. Creo que el punto de toda performances es precisamente la experiencia del límite, la explicitación del límite mismo donde las disciplinas y categorías se confunden.

Volviendo a mí inquisición, al justificar el uso de la violencia estética, me lleva a algunas consideraciones de la violencia como forma de creación, inclusive como violencia real. Pienso en las recurrentes imágenes de George Bataille que en varias ocasiones utiliza el símil de la violencia y de la guerra, y no me parece extraño por tanto que diga: “Al igual que la crueldad el erotismo es algo meditado. La crueldad y el erotismo se ordenan en el espíritu poseído por la resolución de ir más allá de los límites de lo prohibido”(7). De la misma manera que lo erótico, la crueldad y la violencia tienen un residuo de ese oscuro lugar donde ya no quedan palabras, como hubiera dicho Artaud, el verdadero teatro de la crueldad sería aquel donde el espectador y el actor quedaran como encantados en un lugar donde ya no hay guión, por tanto autor/dios, espontaneidad de la imagen visitada de nuevo, actuación donde el color ha perdido posibilidades. La imagen de la violencia es una imagen comprometida con eso que precisamente se aleja del arte: La representación y la pérdida del aura, sólo nos quedan imágenes, dirá Nitsch, al terminar la acción y ver como ha quedado su cuerpo magullado por el estilete y la flagelación. Efectivamente el cuerpo como vehículo testimonia lo que no podrá volver a repetirse, y eso es el paso del tiempo.

De ahí la imposibilidad de captar de nuevo lo sublime del Accionismo, como expresión de un arte del pasado, y no es que haya muerto el arte, sino que la intensificación máxima de lo que representó el Aktionen (la violencia como soberanía) tenga hoy, que quedar reducida a la escultura de lo que alguna vez fue real: “El deseo que tenemos de consumar y de arruinar, de hacer una hoguera con nuestros recursos y de forma general la felicidad que nos da la consumación, la hoguera, la ruina, esto es lo que nos parece divino, sagrado y lo que determina en nosotros actitudes soberanas, es decir, gratuitas, sin utilidad, que no sirven más que para lo que son, sin subordinarse jamás a resultados ulteriores” de nuevo Bataille.(8)

Violencia Estética y Violencia Real.

“La actuación lucha con la política", dijo alguna vez el director y productor argentino Ricardo Bartis en una entrevista de la revista Clarín (9), acerca de las modificaciones que fue sufriendo el teatro, "se ha ido generando una situación confusa porque hoy todo es actuación, campo de representación. (...) Uno acepta, por supuesto, el fenómeno de la televisión, la irrupción del campo de la imagen de manera permanente, la idea de la multiplicación, la idea de que algo es verdad y al mismo tiempo es mentira, el ver en presente algo que parece que está ocurriendo acá pero en realidad es allá... Uno acepta todo, pero se modifica la percepción. Entonces, el arte del actor, que antes tenía el lugar privilegiado de crear desde la mentira un campo poético-ilusorio, cuando la mentira circula extendidamente en el campo de lo cotidiano, se debilita, padece". ¿Será entonces la performance la única capaz de mostrarnos aquello que tiende a ocultarse, de levantarse triunfante de las formas y modos de cómo ha funcionado la política?
El accionismo vienés tuvo gran impacto, no sólo estuvo presente en los movimientos estudiantiles de 1968, sino que su planteamiento entero, como ha definido Piedad Solans en su libro “Accionismo Vienés”(10) era en sí mismo: “un feroz ataque a la sociedad burguesa y especialmente a la Viena de postguerra, con todas sus secuelas monárquicas y militares, desde planteamientos psicológicos –el arte como terapia y liberación de las represiones sexuales, tanáticas y agresivas– y revolucionarias –el arte como política, es decir, como transformación del mundo, dentro del contexto ideológico de las revoluciones de mayo del 68, que conmocionaron Europa y Norteamérica.”(11)

Coincido en sobremanera con Piedad Solans cuando afirma, frente a la primera impresión que se pueda tener, que no se trata de un arte postmoderno. Éste se presentaría tan sólo como testigo del fracaso de los proyectos revolucionarios del romanticismo y la modernidad. En cambio, los artistas de «resistencia», como el Accionismo Vienés, fueron los últimos artistas modernos. Pienso que de la performance como fue practicada por los accionistas puede decirse que son los agónicos movimientos de un arte que está muriendo, acciones desesperadas que intentan escapar al ya mercantilizado arte de las vanguardias. Si las vanguardias artísticas son consideradas por muchos como el tercer romanticismo, estos movimientos artísticos son su agonía, y con ello su degradación. De ahí que mantengan  muchas de sus actitudes y de sus principios y por esto mismo, sobre todo, de sus paradojas. “El arte de resistencia ya no es ese “grito” al límite –insiste Solans–, sino el silencio de lo que atravesando el límite, ha vuelto”.(12) En este mismo texto la autora les denomina terroristas, pero no comparto esta matización, cuando afirma que lo son en tanto que intentan desenmascarar las ideologías de la realidad. Matizaría precisamente en que lo son porque cierran el círculo del poder con más poder: la decisión de la acción es la voluntad de un «yo» individual, un «yo resisto», sí, pero también un «yo ataco», un «yo impongo»: “en este sentido la voluntad del artista es una voluntad que se ejerce contra el poder…, que surge del poder y que es, a su vez, poder” dijo Nietzsche no recuerdo en dónde(13). Quizá la paradoja está, como señala Luís Álvarez-Falcón, en que no hay emancipación sin violencia: “si alguien se emancipa de su “alienación” lo hace adquiriendo el derecho a comportarse igual de mal, por lo menos, que quienes le han alienado”.(14)

Ahora puedo entender que Adorno no se equivocaba, el arte después de Auschwitz era imposible. Pero sólo si entendemos el arte como sublime. El cinismo del que el Accionismo hace gala no es más que la continuación de la misma voluntad de poder que nos llevó a aquello. Sus performance nos quieren hacer creer que son la auténtica experiencia estética, pero tanto la forma como el contenido de estas acciones son para y por la violencia. Ésta es el verdadero fin y no sólo el medio, el arte es sólo la excusa, la herramienta que consigue sublimarla. No se trata de un arte comprometido políticamente, como lo profetizó Benjamin, sino de una nueva forma de ejercicio de poder violento estetizado. A veces he llegado a pensar que es un perverso ejemplo de aplicación de la normativa estética al mundo real. La acción propuesta, al romper definitivamente con el arte como aurático, consigue, además, acabar con la idea misma de gusto. No me parece exagerado entonces afirmar que se reduce la experiencia estética a experiencia ‘exitosa’, logrando llevar al límite la brecha abierta por los vanguardistas. A través de su intención de registrar visualmente sus acciones producen la estetización de la realidad, esto es, convierten la realidad en virtual. Todo lo contrario que moralizar la realidad, lo que se hace así es permitir la extrapolación a la realidad, no sólo de valores estéticos sino de sus juicios.
Si el punto de esta crítica es y será caracterizar algún arte como recinto privilegiado de cierta mostración, la performance como fue practicada por los Accionistas Vieneses tiene un trono indiscutible. No es sólo la inversión de la imagen del mundo (como en las artes representativas y figurativas) en una imagen dentro del mundo, sino además es la captación de los componentes primarios de toda vida en sociedad. La condición última del performer era no utilizar nada que no estuviera a la mano, nada con lo que no hubiera una familiaridad. No es violencia lo que generaban los accionistas, es precisamente que mostraban que toda generación social se puede extrapolar en violencia. En este sentido, y sólo en este, la materia prima de toda performance son nuestros comportamientos sociales, aquel ethos del que tanto hablaban Weber y Echeverría.(15)
Pero la performance traza los límites de la violencia estética (como legítima, como creativa) y la violencia ilegítima de otros actores sociales. Recuerdo lo que el músico y performer Stockhausen declaró en torno a los atentados del 11 de Septiembre. Para él a pesar de lo condenable moralmente de dichos sucesos, podían verse como la mayor performance del siglo XXI. Pero si ya había insistido en que la performance es el reconocimiento, la puesta en evidencia del límite, es precisamente su utilización de la violencia lo que nos permite reconocer esa violencia mediática y cotidiana a la que estamos sometidos a diario. A pesar de todo el montaje televisivo que se pudo hacer, en tal caso sólo se lo podría catalogar como snuff movie. La violencia mortal junto con la opresión y la tiranía, que son sus armas, sólo poseen justificación filosófica en cuanto representaciones estéticas: dadas a nivel existencial no son una questio sino un factum. Como cuestión de hecho la violencia real es sólo accidental y sólo puede ser considerada de dos maneras: en cuanto acción irruptiva y constante del simbolismo de lo consabido o en cuanto decisión absolutamente solipsista librada a la responsabilidad de un sujeto. Entonces, ¿puede la actitud artística o el objetivo político legitimar la violencia real? ¿No se tratará, más bien, de un arte que legitima la violencia por el arte mismo o, incluso, por la violencia misma? El espectador de la performance se reitera la pregunta: ¿Hasta dónde? Justo aquí es cuando el Accionismo presenta o plantea las cuestiones éticas por sí mismas: la imagen ya no es sacada de la realidad sino que es insertada en una realidad.

Así el performance vive con la paradoja de una sociedad que se representa a sí misma y ellos al representar esta representación anulan cualquier posibilidad de fingimiento, queda la experiencia desnuda, la turbación originaria, la angustiosa y sin embargo gozosa forma de vivir y sufrir el cuerpo.

El cuerpo del delito, performance en México.

Después de estar en otras latitudes y acercarme a entender lo otro, las manifestaciones europeas, al menos una de ellas, de lo que es la Performance, es siempre necesario aterrizar en mis tierras. Sin ningún ánimo de filosofar entorno a la cultura mexicana, o especular de la superioridad, originalidad, o inferioridad de su arte en el sentido de la performance, busqué alguna referencia confiable para un arte que en sí mismo es ahistórico. ¿Cómo comprender la performance en México sin tener noción de sus antecedentes? ¿Es siquiera posible o deseable? Sin profundizar mucho en estas preguntas dirigí mi mirada a Maris Bustamante, artista de la performance e investigadora del arte no-objetual, que hace poco más de una década intentó trazar una breve historia de esta arte en México, para la revista Generación en su número 20, del año 1998
Entre sus orígenes Bustamante señala el movimiento estridentista de Manuel Maples en 1920, y los tés locos organizados por Sánchez Fogarty entre 1939 y 1959. No es que se considere a esto performance, pero es en México una especie de rompimiento del arte oficial y elitista que caracterizó el proyecto cultural vasconcelista. “En los años sesenta proliferaba un espíritu de exploración en el mundo de las artes plásticas -escribe Bustamante- en la música, el teatro, la danza, la fotografía, en fin, en las artes todas. Se daba un quiebre conceptual, los artistas no aceptaban las fronteras que los aprisionaban y empezaron a romper con los límites impuestos. Querían fusionar el arte y la vida. Eran tiempos de cambio, de rebelión, de búsqueda. Se rebelaban contra el mercantilismo. Privilegiaban el proceso de creación frente al objeto resultante. Buscaban la inmaterialidad del arte pues se negaban a producir arte como objeto decorativo. Asimismo muchos artistas volvían la mirada hacia la cultura popular para nutrirse de ella: los merolicos, los chamanes, las procesiones, la carpa, los curanderos y el circo fueron importantes abrevaderos del performance en nuestro país.”
La figura quizás más emblemática en la performance mexicana es la de Alejandro Jodorowsky y su “Efímero Pánico”, que planteaba romper con la narratividad del teatro tradicional y proponer la simultaneidad como la forma temporal de sus acciones. El choque de Jodorowsky con el MURO (grupo de ultra-derecha mexicano) pone en relieve lo que abordaremos en uno momentos más. No es aquí el lugar para hacer una descripción de los ‘pánicos’ de Jodorowsky, pero recomiendo al lector que revise al menos, el del teatro Ureta de 1966 y el de la ‘crucifixión de la gallina’ de 1967, donde fue interrumpido por los granaderos.
En esta misma década Juan José Gurrola introduce el arte polaroid, el land art, el arte cinético y el domestic art a las prácticas del arte no-objetual mexicano. Durante esta década incursionó con lo más reconocidos escritores y artistas plásticos de México, tales como Carlos Monsiváis y el mismo Jodorowsky.
Pero llegamos al ya emblemático 1968, es en este año donde los trabajos iniciados por Gurrola, Jodorowsky, Ehrenberg y sobre todo José Luis Cuevas y su generación de la Ruptura, cobran relevancia política, y relevancia también para este tema. Pasados los eventos funestos de ese año los artistas cobran conciencia de su función como críticos sociales, como rebeldes, como disidentes y comienza la intrincada historia de los colectivos artísticos en México, una idea tomada de Duchamp. En los setenta los artistas retomaban el principio duchampiano y reflexionaban sobre el arte mismo: la idea desplazaba al objeto. El proceso de creación y conceptualización cobraba primacía. El arte conceptual o arte no-objetual culminaba el proceso de desmaterialización del arte. En 1971, en la Tribuna de Pintores se hablaba ya de arte en la calle, arte efímero y trabajo en equipo. En 1973 Felipe Ehrenberg presentaba en la Galería José María Velasco, la exposición y acciones Chicles, chocolates y cacahuates donde se autoexponía como parte de la exposición, y en la sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes presentaba Variedades garapiñadas. Ese mismo año, Carlos Finck, José Antonio Hernández Amézcua y Víctor Muñoz se presentaban en la Manuel M. Ponce de Bellas Artes con A nivel informativo, arte-proceso, arte objeto, instalaciones y acciones callejeras. A fines de esta década inicia la llamada Generación de los Grupos, de la que los performers actuales son herederos.
No es mi intención dar una exposición detallada de la performance en México, lo importante es entender que este movimiento se planteó todo el tiempo como contestario de las políticas conservadoras del arte mexicano, primero del proyecto nacionalista de Vasconcelos y después del México dictatorial de Díaz Ordaz y Echeverría. Interviniendo más allá de las fronteras consagradas al arte, la performance se fue dispersando en las décadas de los ochentas y setentas, hasta anquilosarse como una expresión libre, aunque ya no sabía de qué se liberaba.
La primera década del siglo XXI se ha caracterizado por una profunda inestabilidad política y social por un lado, y por una consagración casi ritual de ciertas instituciones del Arte tales como el JUMEX, CONACULTA, FONCA, y similares, que pretenden abarcar y definir los espacios de arte por medio de premiaciones, becas y apertura de espacios. Esta política de un arte neoliberal, institucionalizado, formalizado (en el sentido de que otorga permisos y concesiones), y sobre todo productivista. A los becarios y beneficiarios de estas instituciones se les obliga a presentar sus ‘productos’ (ese es el nombre que viene en la mayoría de los manuales de becarios culturales) cada determinado tiempo. Pretenden a su vez uniformizar y subsumir la creación bajo la producción. Hijos de una industria cultural que vio su albor a principios del siglo pasado y que ha perfeccionado sus métodos, los expertos del arte en México han logrado producir a los artistas más caros y reconocidos de toda lationamérica, como es el caso de Gabriel Orozco, cuyas ‘instalaciones’ y ‘artes objeto’ rayan el lo ridículo, en la pompa vacua, o en la llana exageración; Francisco Toledo y su imitación innoble de técnicas tradicionales combinadas con problemáticas de la plástica actuales, un eclecticismo que no pasa de ser interesante; Arturo Rivera quien se asume como el sucesor del naturalismo mexicano, y con sus pinturas hiperrealistas curiosamente reproduce la ideología de Vasconcelos de elevar los temas mexicanos al rango de universales. En la danza hemos visto consagrarse la gran mafia del ballet de Amalia Hernández. En fin la lista es grande, en la escritura tenemos los casos emblemáticos de Paz, Fuentes, Monsiváis y actualmente Jorge Volpi y Roberto Bolaños. Escritores como Mario Bojorquez, Alfredo Carrera, Fernando del Paso, se mantienen muchas veces al margen, pero coquetean constantemente con esta industria cultural. Al punto que quiero llegar es señalar que el arte en México está polarizado: por un lado tenemos a la industria cultural y sus concesiones, premios y becas de apoyo ‘gubernamental’, que han llegado inclusive a financiar movimientos artísticos que públicamente se asumían como anti-sistémicos. Y por otro lado está el arte underground, independiente, urbano, alternativo, o cualquier adjetivo similar que se le otorgue, que se caracteriza por una baja calidad (debido a la falta de recursos económicos, a la falta de preparación y formación de sus artistas, entre otras condiciones demasiado concretas), por ciertos eventos que más parecen ocurrencias, y por un afán demasiado acentuado en ser originales, sin importar quizás, las estructuras o arquitecturas estéticas que defienden, a veces sin conocerlas si quiera. Es usualmente un arte de ‘contenido’ y a eso se remite.
No quisiera absolutizar, hay siempre espacio a la diferencia, pero la condición del arte en México tiene como principal problema la conciliación de estos dos polos. El caso de la Performance no es distinto. Mientras institucionalmente la performance nos ha estado viniendo del extranjero, ¿cuántas performances extranjeros no vemos en las galerías y patios de los museos oficiales? Como si sólo los artistas extranjeros, y esto muestra nuestro reincidente malinchismo, tuvieran derecho a manifestar su diferencia. Y los performes independientes, pertenecientes a pequeños colectivos, que asisten sin apoyo de nadie a festivales internacionales, y que están atentos a la vida internacional del arte.
La ciudad en donde vivo es un escenario privilegiado de esta dramática oposición, con los festivales más caros y suntuosos de la república, y los festivales menores, ignorados, que hacen trastoques con la hibridación.
Éstos últimos se han caracterizado por una crítica constante a la inestabilidad social del país en las últimas dos décadas, formando quizás los grupos más interesantes de este arte: 19 Concreto, Hiperión, La Cuerda, Inseminación Artificial, Cartucho Catorce, Agencia de Performes y risas grabadas, y en el norte del país con las pioneras que acusaron la situación de la mujer y los feminicidios, Gina y Marcela. Emblemático en este tema sobre los feminicidios es el trabajo de Lorena Wolffer, una artista performer de Ciudad Juárez, quien ha tenido que abandonar en varias ocasiones la ciudad debido a las amenazas por parte de las organizaciones criminales. Con una vocación descentralizadora, desde el 2002, se llevan a cabo anualmente, los Encuentros Internacionales de Performance, en Mérida, Yucatán. En mayo del 2003 se realizó en la Universidad Autónoma de Querétaro el encuentro “Re-considerando el performance” organizado por Lorena Wolffer.
En junio del 2003 Víctor Muñoz y Elvira Santamaría organizaron el evento Acciones en Ruta, con talleres y conferencias que concluyeron con la presentación de acciones en distintos puntos de la ciudad de México. A bordo de un autobús urbano un grupo de performanceros viajó durante dos días de un sitio a otro para intervenir con acciones algunos espacios públicos. Participaron artistas de México e invitados extranjeros. También aquí el evento funcionó como sitio de reunión para artistas de diferentes generaciones y con distintas propuestas. En Mayo del 2004 el colectivo funciónvariable, que inició Fernando Fuentes en la ciudad de Houston, Texas, retomó algunos lugares del sistema de transporte colectivo metro como plataforma para acciones que buscan primordialmente la interacción con el público y usuarios del metro. Muchos artistas han vuelto a salir a las calles y espacios marginados para que sus acciones tengan una repercusión directa en el público, retomando el compromiso del arte en un ámbito más amplio de la sociedad pero sin las pretensiones mesiánicas de un arte político. Un ejemplo de esto es el trabajo que realizaron algunos miembros del colectivo Les Petatiux, integrado por Katnira Bello, Fernando Fuentes y César Cortés, entre otros, armando casas para niños de la calle con los residuos de los pendones de plástico utilizados por los partidos políticos. Este tipo de proyectos intenta que desde el arte acción se tienda un puente hacia un activismo cultural comprometido.
El escenario a partir de este surgimiento de performes en México, y sus treinta años de Historia, encuentra un México polarizado, no sólo en los espacios del arte, sino en su sociedad. Hay una división, los activistas, que podemos ver incluso participar en los mítines de Andrés Manuel López Obrador, La gira por la Paz de Javier Sicilia (quien en su acto de ‘besar’ y ‘la república amorosa’ retoma mucho de lo planteado en los performances de Ehrenberg en los 80’s), e inclusive con el EZLN en sus conferencias y giras por todo el país. Frente a lo que se podría considerar del artista, los performes han sido aquellos más comprometidos y atentos al desarrollo social y cultural de México, siempre sobre el filo de la frontera, como pensaron los accionistas vieneses, siempre con ese espíritu romántico de renovación, muchas veces de aniquilación, tan necesarios para una cultura en decadencia.
En este artículo quise darle espacio y voz a estos artistas anónimos, ocultos tras sus colectivos, diseminados por el país, confundidos entre las marchas y protestas, ya sea que reciban becas o que ‘boteen’ en los cruceros, que hagan bienales, o que se reúnan en casas abandonas y canchas deportivas venidas abajo. Si uno quiere entender la reacción que la comunidad estética ha tenido a las transformaciones de México, la historia del performance, y el performance actual, sea bueno o malo si es que caben estas categorías, es un punto obligado de análisis.
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BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS.
(1) Paul Verlaine, Poemas Saturninos Ed. Bruguera. España 1998. 
(2) Mircea Eliade, El Mito del Eterno Retorno, Ed. Emecé, Buenos Aires, 2001, Trad. Ricardo Anaya
(3) Estudios Avanzados de Performance, COMPILACIÓN, FCE, México, 2001. Artículo de Martha Graham p. 143-205.
(4) Lea Vergine, Body, art and performance, Ed. Skira, USA. 1974. Las traducciones que aparecen dentro del texto son nuestras. 
(5) Antonin Artaud, El Teatro y su doble, Ed. Sudamericana S.A., Venezuela, 2004.
(6) Conferencia de Günter Brus en 1978, en el Guggenheim de Berlín. La referencia la hace Lea Vergine en el libro citado, p. 34.
(7) George Bataille, El Erotismo, PDF:  
(8) Op. Cit. p. 145.
(10) Piedad Solans, Accionismo Vienés, Ed. Nerea, España, Madrid, 1999.
(11) Op. Cit. p. 12-13
(12) Ib. p. 28
(13) En realidad lo dijo en "Voluntad de Poder" pero no tengo la página exacta. 
(14) Luis Álvarez-Falcón, «El mal: perspectivas filosóficas», en Debats, nº 82, 2003, pp. 110-115, cit. p. 115
(15) En la obra de Max Weber se lee particularmente en la introducción de su libro El Espíritu del capitalismo y la ética protestante. Mientras en la obra de Bolívar Echeverría se ha tocado en varios puntos, particularmente en su texto La Modernidad de lo Barroco. No citamos de alguna edición o traducción en particular.

2 comentarios:

Byetriz dijo...

Hola cómo estás?
Soy estudiante de artes plásticas de la universidad Nacional de Colombia y estoy haciendo un documental sobre arte y ética, me gustaría saber si puedo hacerte una entrevista, quizá virtual, me interesa mucho tu escrito acerca del accionismo vienés. Gracias!

Byetriz dijo...

Hola cómo estás?
Soy estudiante de artes plásticas de la universidad Nacional de Colombia y estoy haciendo un documental sobre arte y ética, me gustaría saber si puedo hacerte una entrevista, quizá virtual, me interesa mucho tu escrito acerca del accionismo vienés. Gracias!