Por: Gerardo Flores
Nadie puede poner en duda que el principal problema de la valoración moderna de la Política sea la libertad. Ésta funge el irremplazable fundamento axiológico y racional de toda la acción política moderna. A su vez tenemos que aceptar que la filosofía política es impensable sin un régimen de valores que defender.
Cuando uno revisa con cuidado la Política de Aristóteles, o lee autores religiosos vinculados con la justificación de la dominación tradicional, llega a entender que uno de los grandes problemas de este tipo de dominación es el problema de la felicidad. Aristóteles mismo sostenía que el objeto del régimen político era la búsqueda de la felicidad.(1) En este punto la modernidad y su pensamiento más bien desencantado es decididamente un discurso contra la felicidad. Es decir que los políticos tradicionales, con una magnífica excepción en Maquiavelo, piensan que el sustento ideológico de cualquier Estado debe ser asegurar la felicidad de sus dominados. En este sentido el Estado parece ser el tutelar de las afecciones de sus gobernados, parece apropiarse a su vez, la posibilidad de realización de cualquier individuo. Y así se teje un centro en cuyas márgenes, las ecúmenes del Estado, hay sólo infelicidad y desconcierto.
Desde que Kant hace el primer paso escéptico sobre la felicidad, ya antes atacada por los empiristas británicos, la felicidad deja de verse como un bien asequible mundanamente. El discurso político desde Locke hasta Rousseau suscribe a una paulatina transformación: primero del problema de la felicidad en el problema de la tolerancia (2), segundo de la tolerancia en libertad (3). Lo que vamos a seguir en este ensayo es precisamente este giro moderno, o ¿por qué es preferible la libertad a la felicidad? Para llegar finalmente al punto donde la base de la política moderna, como sustento de su axiología, más allá de la libertad son la esperanza y el miedo. Es decir que toda libertad entendida a la manera moderna es sólo el intermundo de estos dos polos de la afectividad humana.
¿Por qué es preferible la libertad a la Felicidad?
Yo respondería inicialmente: porque la Libertad es un valor humanamente realizable. Es una respuesta sencilla y contundente que se puede ya rastrear en autores como Spinoza (4), pero que encuentra toda su dimensión en la reflexión que Kant mismo hace de su época. Friodor Dostoievski en su novela La Muerte de Iván Ilich sintetiza este sentimiento de libertad como sentimiento de la limitación en su famosa frase: ‘Prefiero ser libremente desdichado, que estúpidamente feliz’. No es sólo que ningún régimen pueda ya garantizar la felicidad de sus subordinados por definición, sino que estos mismos en tanto sujetos finitos que por otro lado aspiren a vivir al margen de la protección tutelar del padre, recordemos que Kant definió a la Ilustración como el uso público de la razón (5) o una especie de salida de la culpable minoría de edad, reivindican esta salida del mundo tutelar con el ejercicio de su autonomía. La autonomía se va convertir en el punto de anclaje entre la racionalidad moderna y la libertad que promulgaba.
El tema de la libertad suplantando al tema de la felicidad (siempre y cuando aceptamos que la felicidad precisamente es esta tutela del padre) tiene un contexto muy particular; hasta el punto en que pareciera que el descubrimiento de la libertad, sobre todo en el orden subjetivo, fue la gran revolución moral y teórica de la modernidad. Hannah Arendt lo ha definido de una manera más precisa: “en la modernidad la libertad se invierte hacia el ámbito de lo privado.”(6)
La axiología moderna a la vez que inaugura la autonomía del sujeto mediante el principio de libertad tiene que aceptar que hay un ámbito de la vida individual donde el Estado no puede gobernar ni legislar, ese ámbito curiosamente pasa a ser el fundamento último de los Estados modernos. Podríamos entender la historia de la política moderna que se extiende más o menos desde la paz de Westfalia en 1638 hasta nuestros días, como la relación de tensión que existe entre el ámbito de los deberes públicos del Estado y el ámbito de los placeres privados del sujeto. Es por eso que el Estado no puede garantizar la felicidad de
los gobernados, la felicidad es irremediablemente remitida al ámbito de lo privado. La política será entendida en lo subsiguiente, y esto ya se nota desde Spinoza, como la garantía de mantener y definir la delimitación de ambos ámbitos de la vida subjetiva. Es decir que la política en su práctica empieza a defender en su secularización que la vida subjetiva ya no es un ámbito de gobernabilidad o susceptible de legislación y por otro lado, debe definirse de manera clara cuál es ese ámbito que vamos a llamar ‘lo público’. Esta dialéctica de lo público y lo privado como una estrecha correlación define la reflexión política de toda la modernidad.
Como primera consecuencia de esta dialéctica tenemos que la modernidad se vio forzada a construir un Estado cosmológicamente neutral. Para asegurar la libertad de cada sujeto en su vida privada, el Estado tuvo que renunciar a imponer una visión del mundo; este proceso empezó en la secularización de los estados alemanes, británicos y franceses para posteriormente extenderse al continente europeo entero. En este punto es interesante revisar lo que ha dicho Enrique Dussel en torno a esta división (7), él no piensa que este proceso de secularización haya sido global, sino más bien lo remite a la construcción de la identidad moderna-europea. Si defendemos con Bolívar Echeverría que no hay una modernidad sino que hay ‘modernidades’ podremos aceptar que la secularización no es un paso ‘necesario’ en la construcción de la identidad del Estado sino un paso históricamente determinado. Queda entonces la pregunta abierta ¿Qué queda sobre la Idea de Dios, es decir la visión del mundo en un Estado que no puede imponer secularización?
La respuesta teórica, que es mucho de los que nos interesa, la dio Hobbes en su famosa obra El Leviatán. La solución de Hobbes a este conflicto no fue la libertad, su concepto de lo político está centrado en la idea de Orden. El concepto de Orden permite abrir una complicada regulación sobre lo ‘religioso’. No es precisamente de carácter impositivo, pero Hobbes logra que el Estado Moderno y sus pretensiones de libertad no se contradigan con el principio religioso al que este mismo se adscribe. No hay que olvidar sin embargo que esta relación entre el Estado, particularmente en la persona depositaria del poder, y la religión es una característica de los Estados Absolutistas de derecha. Desde Hobbes y otros políticos absolutistas como lo fue Maquiavelo, ya no sólo se juega en la base de la libertad el principio de toda política, sino en la libertad entendida con respecto al orden. Es decir, que el juego de lo público y lo privado tiene la cara teórica de la pugna entre la libertad y el orden. La pregunta es tan antigua como el pensamiento político moderno ¿Debe un estado garantizar la libertad o garantizar el orden? Digo que es una pregunta moderna porque en las formas de política premoderna dicha oposición no tendría sentido. En primer lugar porque el ámbito de ‘la libertad’ o no existía en absoluto o era visto como pecaminoso. Segundo porque el Orden y el Estado estaban subordinados a la identidad teológica de Divinidad y Mundo.
La modernidad europea en sus intentos de secularización abre esta oposición y con ella un problema que jamás se había planteado hasta ese momento, a saber, el problema de la Soberanía. Si el Estado debe garantizar la libertad entonces la soberanía va recaer necesariamente en el pueblo; o así es como más o menos lo entendieron los iusnaturalistas franceses iniciando con Jean Bodin. En cambio si el Estado va garantizar el Orden entonces la soberanía recae en el soberano. Evidentemente la segunda forma de soberanía, como ubicada en el vértice del poder, fue la forma privilegiada de solucionar esta dicotomía. Sin embargo fue el fundador del derecho positivo, contemporáneo de los iusnaturalistas, Montesquieu quien aporta la solución moderna (en el sentido de su axiología) a esta paradoja en su magistral texto Del Espíritu de las Leyes. La soberanía va recaeren la Ley como fundamento del Estado. A partir de la identidad entre Estado y Ley que se da durante el periodo postrevolucionario francés sale a la luz la enigmática pregunta por el fundamento del poder. Étinne de la Boite en su legendario Discurso de la servidumbre voluntaria, que tiene más tintes en contra de las tiranías absolutistas, pone muy en alto el principio de razón gubernamental moderna, el consentimiento. En el Estado moderno la legitimación del gobernante se dará a través del consentimiento de los gobernados, pero este consentimiento es algo que apela a la volubilidad humana, es algo por lo tanto, siempre sujeto al vaivén de la opinión pública. La Política más que nunca va sustentarse en esa competencia por el consentimiento popular que es, a su vez, la democracia institucional fundada por los franceses. La política se juega en la modernidad funcionalmente como una racionalización pero en su sustento de legitimidad es siempre una promesa y en este sentido no puede denegar de su carácter afectivo.
Más allá de las exploraciones de este fundamento democrático brillantemente estudiadas por autores como Raymond Aron y John Rawls, nos interesa seguir el carácter emocional que el consentimiento posee, o más que emocional, afectivo. Es decir, que la Modernidad al basar la legitimidad de un gobernante en el consentimiento popular construye el mundo de las relaciones humanas en torno a la voluntad. No es nuevo decir que el nacimiento del concepto de subjetividad necesario para el establecimiento de la voluntad se encuentra en la filosofía de Descartes. A pesar de que en la obra de Descartes la voluntad nazca de un equívoco y de la ausencia del conocimiento, en el orden de la construcción de la subjetividad del mundo moderno, la voluntad es el centro y trono del sujeto. La voluntad es en ese sentido el eje de la construcción desiderativa del mundo moderno.
Podemos preguntar con absoluta valía ¿qué importancia tiene esto con la imagen que la modernidad construyó de la política? Como respuesta certera a esta pregunta retomo la idea rousseauneana de que la política es un contrato. Es decir el pacto donde los sujetos renuncian al algo en lugar de otra cosa. En la tradición política atomista de Locke, Hobbes y Spinoza, los individuos declinan la libertad natural a favor de la seguridad que ofrece el Estado. Es decir que el contrato tiene un carácter emocional, no racional, y Rousseau mismo estaba muy consciente de ello, por eso apelaba a concientizar a la gente a cerca de este contrato, para poder garantizar el libre acuerdo y entonces basar su ‘democracia directa’ en una acción consciente y no afectiva. Pero Rousseau está muy lejos de comprender que el Estado no tiene como objeto la tutela de un territorio, Hobbes es quien lo identifica ejemplarmente, a la pregunta ¿cuál es el objeto tutelado por el Estado? Hobbes responde que la base de todas las constituciones modernas debe ser que el estado este diseñado para tutelar la vida.
Decir que el objeto de la tutela de bienes que tiene el Estado comienza con la vida de cada uno, afirmar, como decíamos antes, que cada uno va a tratar mediante su autonomía de desprenderse de esta tutela en mor de la afirmación de su libertad es precisamente la contradicción interna subyacente a la concepción moderna de la subjetividad. La subjetividad siempre al margen del Estado. Con una posesión renunciable que es la voluntad y esa voluntad de vida transformada en el sujeto que renuncia a ella en voluntad de saber o en voluntad de querer. El Estado promete salvaguardar la vida de cada uno a cambio de que le sedamos la legislación externa de nuestras potencias, de que lo dejemos legislar sobre nuestras acciones. Y en ese intercambio el Estado nos garantiza una estabilidad de vida que nos permitirá explorar el ilegislable mundo de nuestra subjetividad. Se demos entonces la tutela de nuestras acciones en mor de la tutela de nuestros pensamientos. Es decir que el juego de la resistencia política, de la libertad individual erigida en la relación entre dominadores y dominados, es un juego afectivo-racional-histórico así como un movimiento teórico-cultural, en realidad nuestra definición es menos ambiciosa, si habríamos de comprometernos con una caracterización rigurosa de la modernidad tomaríamos la de su creador Max Weber (8) y la entenderíamos como: “la racionalización de la vida en virtud a una simetría entre medios y fines”. La Modernidad tiene que ver con la maquinaria de lo eficiente, incluso con sus horrores. La Modernidad como es pensada por Weber jugó el papel de una fuerza de licencia, de una legitimación por la vía burocrático-legal de la violencia estatal, no sólo eso, en un texto posterior al citado, La Política como Vocación (9) Weber caracteriza al Estado moderno como “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es un elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima.”(10)
La violencia legítima entendida siempre en su extremo terrible como la capacidad de disponer todo el tiempo de la vida de los sujetos de acuerdo a un cuadro legal. Ahora, no pensemos que dispone de la vida en sentido efectivo, como la vida individual de cada uno, sino en sentido de derecho, es decir, que dispone de la vida de acuerdo a la legislación de nuestras acciones. La violencia racional-legisladora en la guerra y en la justicia es la característica fundamental del estado moderno. No hay que olvidar que guerra, como defenderse de los otros, y justicia, como defendernos de nosotros mismos, son el fundamento de la seguridad que garantiza el Estado y con esto es la razón por la cual se le sede al Estado el uso de la violencia individual para obtener fines naturales.
Quiero insistir sobre este paradójico principio que ya no es propiamente del pensamiento de Max Weber. Por un lado afirmamos que el Estado se caracteriza por poseer la tutela de la vida de cada uno de sus miembros, esto sólo es posible mediante el consentimiento expreso del pueblo y este consentimiento es logrado por la vía afectiva, es decir en tanto que el Estado promete seguridad. Pero esta promesa sólo se cumple si el Estado puede disponer de las vidas de cada uno para protegerlas. Claro que esta caracterización del Estado como poseedor de un aparato burocrático-legal que es capaz de monopolizar la violencia y por lo tanto disponer de la vida de los sujeto suena monstruoso ante el entendimiento, también moderno, de la dignidad de la vida. Detengámonos en este concepto, la idea de que todo mundo nace investido de dignidad independientemente de su raza, credo o cultura, esto es, la amabilidad de la vida independientemente de su caracterización, es el principio de subjetividad que va de la mano con la libertad y la voluntad de las que ya hemos hablado. Más no todas las modernidades entendieron la vida como absolutamente digna independientemente de su caracterización, también existe la dignidad vinculada a la raza. La modernidad profesada por Fichte y en general por el pensamiento absolutista tiene que ver con la eugenesia. Fue Fichte mismo quien concibió al Estado como “un continum de la sangre y el espíritu”(11). Los románticos alemanes fueron en buena medida los que suministraron esta visión de la tutela estatal de la vida apegada a un principio de eugenesia. Esta visión de la Política se encuentra definida en el pensamiento de Carl Schmitt (12) como la capacidad de hacer la guerra, es decir, de establecer una distinción (racial-tribal) entre amigos y enemigos. Que la violencia bélica haya caracterizado también a la modernidad política del consentimiento, y en esto la tesis de Fichte es la radicalización de ese consentimiento donde el Estado debe abolir la voluntad individual a favor de una voluntad colectiva, no va en contra de la libertad del sujeto sino que la supone. No se estamos defendiendo la pertinencia de esa tesis, más bien estamos diciendo que la voluntad del sujeto cedida hacia la obtención de algo que se considera superior fue entendida por algunos modernos de la línea de Fichte y Hegel y en general todo el pensamiento nacionalista, en su versión extrema, como una subordinación de la voluntad individual en la voluntad colectiva y de la política en el Estado. Esto sólo muestra que identificar al Estado como lo absolutamente racional lleva a la supresión de la voluntad individual ya que sólo una voluntad absoluta puede ser racional (en palabras de Hegel). Pero nosotros exploraremos la voluntad cedida que jamás se identifica con el todo sino con el conjunto, con la comunidad y por lo tanto debe valorar la vida como algo autojustificable y afectivo. A decir verdad, aunque ya no es materia de este ensayo, la Política debe tener un campo más amplio que la acción Estatal; y es que precisamente porque el Estado es algo que tiene que legitimarse, porque no está fundado de una vez y por todas, la política es un plano mucho más amplio que la pura materia burocrático-legal-racional.
Una vez esquivada esa cuestión volvemos al tema que nos concierne, que va más apegado a la tesis kantiana donde la vida es lo que se autojustifica racionalmente y por lo tanto que es irreductible a cualquier otra razón.(13) La autonomía kantiana supone que la persona es auto-télica y con esto que no puede ser instrumento de nada, sino que se justifica por el mero hecho de vivir.
Pero preguntemos sutilmente ¿realmente defiende el Estado Moderno sólo una visión auto-télica de la vida? Una visión que sería biologicista y iusnaturalista. Para zanjar la cuestión la modernidad como ya dijimos acompañó a la nuda vida como la llama Agamben (14) con la idea de la libertad. Es decir que la libertad es identificada con ese elemento que los iusnaturlistas llamaron ‘dignidad’. El Estado, al menos como lo construyó idealmente la modernidad, y todo ideal es siempre un principio de repetición, entiende que la razón por la cual se forma una comunidad política no es el Orden, sino la Libertad. Asumió que la razón de Estado debía ser la Libertad. Ahora, esta libertad tiene como principio un ceder de la voluntad y este ceder de la voluntad (tiene que haber voluntad, no deber ser abolida) se da en miras a que el Estado garantice la seguridad y la justicia.
CONCLUSIONES PRELIMINARES
Hacia una conclusión nos haríamos la siguiente pregunta: cuando hablábamos de la voluntad y de la idea no racional de la política estamos hablando de dos cosas: ¿cómo explica la modernidad la política? Y ¿cómo responde esta explicación a la afectividad? Hemos insistido sobre el origen pasional de la Política como voluntad de poder frente a una tutela siempre repetida, es siempre la libertad frente al Estado. Hemos dicho también que la libertad sólo existe con respecto al Estado y jamás pueda ser pensada sin ese mismo Estado, está es otra de las paradojas que no conciernen a este texto pero que serían bastante ricas en descubrimientos de ser estudiadas con más detenimiento. Rousseau en El Contrato Social ya anunciaba el origen no racional de la asociación política. Nosotros habremos de decir que ese origen pasional tiene dos polos claros, el temor y la esperanza. ¿El temor de qué? De la muerte. El Estado es la violencia legitimada que dispone de la vida de los individuos pero no como un ‘instrumento’ sino como una garantía de la continuidad y realización de la misma. El miedo a que sin la tutela del Estado la condición natural de la que habla Rousseau nos conduzca al estado primitivo (como sugieren los anarquistas) de la afirmación del más fuerte es precisamente uno de los principios pasionales del consentimiento de la voluntad. En general que el Estado garantice la seguridad de los individuos que cediendo su voluntad de poder y su derecho a la violencia legitiman esa misma dominación, muchas veces ha conducido a suponer que el Estado se basa en el temor, en el temor que tienen los hombres los unos de los otros.
Pero esta dialéctica no estaría completa sin su antítesis, ver al Estado como fundamentado por el temor es precisamente la tesis de Hobbes y Maquiavelo. ¿Qué hacemos cuándo sólo enfocamos nuestra integración a la comunidad política por medio del temor? Se funda una tiranía. La clave de bóveda de la Tiranía es el temor. La antítesis del temor es entonces la Esperanza, como pasión positiva, y por lo tanto, posibilidad constructiva y afirmativa de la acción Estatal. La esperanza de que en la libre asociación que es el Estado y en el consentimiento a la posesión de una violencia legítima, se pueda encontrar un modo de vida superior a la condición natural. La esperanza y temor atenazan el ámbito en el que se juega la libertad y en ningún momento se opone a ellos, cierran el círculo de la voluntad sobre el Estado en un movimiento siempre contradictorio. La libertad es precisamente caracterizada por los polos afectivos del temor y la esperanza. Indudablemente que en estas dos pasiones oscila la voluntad política. Casi todos los filósofos modernos apelaron a este binomio, a excepción de Montesquie, quien encontró una solución a la aporía y le llamo Patriotismo. Lo definió como la capacidad de los individuos de construir un mapa de decisiones y de valores que tuviese un compromiso generacional (más allá del temor a la pérdida de la propia vida y la esperanza a la realización de la propia vida).
Frente a la racionalización que encuadra la nuda vida, y la posibilidad de libertad en esta oposición de consentimiento de la voluntad hacia un fin comunitario sin anular al sujeto, queda la opción de un sentimiento de comunidad más profunda y más viva que nunca. Al menos son las tesis sostenidas por autores como Habermas, Agamben, Villoro y la misma Arendt, un comunitarismo o una racionalidad comunicativa. De inclusión del otro, no del temor del otro, donde el espacio de realización pueda superar este binomio. Esta superación tiene la caracterización que le dio Montesquie siglos antes de todos ellos, que la política y la vida en sociedad deben estar regidas por una ética de la responsabilidad hacia los otros y del compromiso que esto acarrea. La única garantía que se tiene de esto es no legitimar al Estado en su monopolio de la violencia sino en ver a la violencia como un medio siempre mediado por la Ley. La ley como un fin en sí mismo.
Pero la Ley es un constructo formal de algo mucho más apegado a la vida del hombre, algo que la caracteriza irreductiblemente, los valores. Los valores son la racionalización de las afectividades, esta tesis la han defendido tanto Max Scheller como Elen Gehller, es decir que toda axiología debe partir siempre de un principio de existencia, y que esa existencia deba ser además libre, este es el fundamento de la Política. Si el Estado sólo debiera dar calma a nuestras pulsiones de temor entonces sería el estado tradicional donde el temor es combativo bajo la idea de la salvación. Pero la Esperanza no es salvación, la Esperanza no es promesa y a este respecto Lèvinas y Dussel han insistido mucho más que otros autores. La Esperanza es un compromiso en el tiempo, mientras que el carácter mesiánico de la salvación es el de un tiempo absoluto. El carácter de la esperanza sólo puede entenderse en un tiempo histórico, y por esto mismo, como realización constante. No es la Esperanza en abstracto, es la Esperanza depositada en que los valores al conducir la acción política, porque la política encuentra su fundamente precisamente al defenderlos, pueda hacer de nuestra existencia como arrojados, una existencia que se encuentre, que encuentre su fundamento.
Defender el valor frente al poder (15), defender que se puede y se desea una comunidad responsable que no sólo calcule y racionalice sus medios en virtud de ciertos fines (económico-políticos) sino que ese mismo instrumento de acción se vuelva un mapa de decisión y valor es la salida más clara que tenemos a esta paradoja con la que nace la Política Moderna. Y si hemos de abandonar la modernidad como mucho ya se ha promulgado en otras líneas del pensamiento, al menos que deba ser hacia un concepto más humano de lo racional y no hacia un abandono de cualquier posibilidad de razón por el miedo que este ocasiona en sus versiones extremas del totalitarismo y la tiranía.
El Estado debe solamente garantizar la posibilidad de libertad de los individuos, es decir, hacer una tutela de sus vidas, garantizar su permanencia. La comunidad es la depositaria de la legitimidad y de la soberanía de las que tantas veces se ha apropiado el Estado cuando este se identifica con el gobierno. Es recobrar solamente el viejo sentido de soberanía popular, y de recordar el origen de la política moderna como un sistema de valores que defender, es en cierto sentido darle al temor Esperanza y a la Esperanza realización. Una realización de que efectivamente la vida puede ser algo más que una determinación incierta en el vacío. Algo más, quizás, que elegir entre la obediencia y el olvido.
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(1) Aristóteles. El Político, Ed. Porrúa. México, 2008.
(2) Locke, John. Political Essays. Cambridge University Press, Inglaterra, 1997. En elartículo de 1658 Letter About Tolerance.
(3) Kant, Immanuel. Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?, Texto virtual de: http://www.ginersg.org/FILOSOFIA/textos/KANT.Respuesta%20a%20la%20pregunta.pdf, 2007.
(4) De Spinoza, Baruch. Tratado Teológico-Político, Ed. Tecnos, España, 2007, 4ta Edición. Trad. Juan Ignacio Luca de Tena. Spinoza aquí defiende que la libertad es el ámbito donde no se puede legislar. Acusa entonces a la pretensión, ya rechazada en su pensamiento, de que cualquier institución pueda garantizar la felicidad que es al completamente subjetivo.
(5) Ib. pag. 8
(6) Arendt, Hannah. ¿Qué es la política?, Ed. Paidós Ibérica, Madrid, 2007.
(7) Dussel, Enrique. Filosofía de la Liberación. Ed. Nueva América, Bogotá, 1979.
(8) Weber, Max, Economía y Sociedad, Ed. FCE, México, 1997.
(9) Weber, Max, La Política como Vocación, Ed. Alianza, México, 2000.
(10) Ib. p. 5
(11) Fichte, Discursos a la Nación Alemana. Ed. Nacional, Madrid, 1977, Trad. Luis Acosta
(12) Schitt, Carl. Political Theology, Ed. MIT, USA, 1985. Trad. George Shawab.
(13) No olvidemos la particular concepción que Kant dedica a la delimitación del sujeto al principio de su
Crítica de la Razón Práctica.
(14) Agamben, Giorgio, La Comunidad que viene, Ed. Pretextos, Barcelona. 1996 Trad. José L. Villacañas.
(15) Villoro, Luis. El Poder y el Valor. Ed. FCE, México, 1998 Segunda Reimpresión.
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