Leer poesía es escribir poesía. Cada que posamos nuestros ojos sobre las letras que descienden como moteadas cascadas hacia el margen siempre impreciso de la hoja que las contiene, nos damos cuenta que ese contener es obsoleto, que la poesía se mueve más allá de donde la han tratado de fijar los versos... penetra por los puros de la piel, se inserta detrás de las pupilas, nos abre los ojos, y ya en nuestro interior empieza a urgar frugales cosas antes intactas -nos inquieta- como una orda de niños furiosos en un almacén abandonado, la poesía frente a nosotros aquello que desconocíamos, que creíamos olvidado, o que simplemente ignorábamos. Entonces devolvemos a esas cuantas palabras, un significado. Semiólogos, estetas, hermeneutas, lingüístas, han trato con ahínco entender como las palabras en la poesía escapan a sus propios significados, como rompen la referencialidad; se habla de círculos concéntricos del poema (Paz), se la autonomía del verso (Valèry), hasta de su absurda irreductibilidad (Deleuze), y al final un poema sigue siendo simplemente eso, un poema, una serie de palabras acomodades de tal forma que logran urgar espacios en nuestra consciencia.
Leer poesía nos enseña a mirar, a extender cierto tipo de mirada a las cosas que están más allá del margen, por eso digo que la poesía no se agota ahí donde termina la hoja, o donde el poeta ha decidido poner el punto final o suspensivo, sino que empieza ahí donde las palabras se agotan, porque ya se ha insertado debajo de nuestra piel, se ha infiltrado en nuestra sangre y a trepada a los rincones donde decíamos estar ocultando aquello que desconocíamos.
Durante la siguiente semana les ofrezcoa ciertos poetas contemporáneos que he descubierto recientemente, para que puedan enseñarse a mirar con ellos, a moverse, porque la poesía no está en la palabra, está en el movimiento.
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