La cultura japonesa es en muchos aspectos diametralmente diferente a la nuestra, los valores familiares y sociales son estrictos y profundamente tradicionalistas, a pesar de ser una de las sociedades tecnológicamente más desarrolladas, filosófica e ideológicamente no han cambiado mucho desde la era Tokugawa, donde se establecieron los dogmas del país bajo la unificación de las familias en una sola nación. Pero más allá de sus preferencias ideológicas hay un aspecto determinado del Japón que siempre he admirado profundamente, el establecimiento de valores trascendentales más allá de la vida, de hecho en el Japón anterior al fin de la segunda guerra mundial y a su doloroso proceso de comercialización, la vida ni siquiera era un valor, era una característica inherente a los hombres, pero que no les da en ningún momento el estatus de humano como ellos lo concebían.
Para la sociedad Nipona aún en estos días sigue habiendo valores más importantes que la vida, como el sentido de “utilidad” social (razón por la que muchos adolescentes se suicidan), el sentido de compañerismo y el ímpetu casi maniático de mejoramiento en la actividad que realizan, podríamos resumir a la sociedad japonesa con un amplio margen autoritario como una sociedad del honor sobre la vida.
Históricamente la imagen de un samurái estuvo más relacionada con la de un arquero a caballo que con la de un espadachín, y no fue sino hasta que reinó una relativa paz cuando la espada adquirió la importancia con la que la relacionamos en nuestros días. En la sociedad actual, la fantasía y la realidad de los samurái se ha entremezclado e idealizado y sus historias han servido de base tanto de novelas, como de películas y tiras cómicas.
Aunque no existe una certeza del origen exacto de la palabra samurái, la mayoría de los historiadores concuerdan en que la palabra tiene su origen en una variación del verbo en japonés antiguo saburau que significa «servir», por lo que el término derivado saburai se convierte en «aquellos que sirven».
El Hagakure o Bushido, es el libro en el que se resume la esencia del samurái. Empieza diciendo: “El Camino del Samurái es el Camino de la muerte, un samurái tiene que amar la muerte tan como temerla, vivir pensando en la muerte todos los días y que está sea el último pensamiento que tenga antes de dormir todas las noches”.[1]
No se trata como pudiera pensarse de una doctrina del suicidio, el suicidio es sólo una característica de esta doctrina, se trata más bien como dijo Tsunetomo Yamamoto, el autor original del Hagakure, de aceptar que todas las cosas mueren y que es necesario dignificar la vida para así poder dignificar la muerte.
Es importante este último punto, la dignidad de la vida, porque es algo que en nuestra moral occidental no se toma en cuenta, bajo la doctrina de la vida a pesar de todo y contra todo, se pone la vida en un rango demasiado alto, en un valor que la hace superar quizás todos los demás valores trascendentales. No es de extrañarse, si recordamos entonces lo que se planteaba en capítulos anteriores a cerca de nuestro reciente Narcisismo, ya que si existimos sólo en función de nosotros mismos y perdemos la capacidad de generar valores trascendentales, es decir que nos superen en nuestra finita existencia, no hay valor más importante que la vida. Más aún el individuo y su sociedad se han vuelto humanistas, en el sentido de que no ven nada más hermoso ni más trascendental que la vida.
Si bien en nuestras sociedades occidentales hay muy pocos suicidios por honor, hay muchísimos por el hecho de que la vida no es satisfactoria, es decir muchísimos suicidas que rechazan la misiva de la vida ante todo.
Si la auténtica y continuada felicidad es inhallable (si el mundo como quieren los cristianos, es un lugar caído, de cuyo carácter participamos los hombres), queda una última pregunta por formularse. ¿Merece la pena vivir si no existe la dicha? La felicidad total no existe, pero su sombra existe y nos queda aún la quimera. No trato de ser vitalista, y como ya vimos en la vida hay momento privilegiados, altas intensidades, crestas de razón y gloria, fuertes focos donde como ya dijimos, todo parece haberse detenido y semejar perfecto. Por tales momentos de belleza, sea cual sea, vale la pena intentar vivir. Porque obviamente nuestro posible gozo está estrechamente unido al intento. Hay que buscar esos instantes de plenitud, el instante que Fausto llamaba: Detente Eres Tan Bello; y actuar en lo demás como si dependiera de nosotros atrapar el sol. Esto significaría entonces convertirnos en Ícaros y Faetontes.
¿Merece pues la pena vivir? La primera respuesta sería, merece claro está y además conviene intentarlo aún siendo conscientes del casi inevitable fracaso, si nos resistimos a caer en el convencionalismo de felicidad confundida con bienestar. Y ello es lo que valora la figura del perdedor genuino. No puede perder quien nunca apostó, quien como la gran mayoría de las personas optó por no arriesgarse a saltar, y mantenerse al margen de las felicidades casuales y efímeras. Pierde quien, despreciando las presiones del medio, las aspiraciones del común y los anhelos del triunfo conformistas y egoístas, da el salto hacia el astro, desafía y probablemente se precipita al báratro. Mas el salto ha sido necesario, porque la caída (tras el leve vuelo de esa felicidad superior) ciñe la corona al príncipe. Si el perdedor es un tipo o un género ilustre, ello se debe a su desprecio por la norma, como dijimos por nuestra era de indiferencia y normalidad, y al salto que efectúa para intentar atrapar una quimera, un imposible. Sea la grandeza misma de la meta o la intensidad de la meta cortamente lograda lo que la destruyan.
Hay personas que viven de esta manera, el riesgo (y no necesariamente su violencia) es el único destino humano que merece la pena ser seguido, en su visión, la vida normal es un castigo inclusive peor que la muerte, resignarse o morir, y eligen el salto, la muerte voluntaria. Esto puede verse como una ridiculez, que estás personas deberían madurar quizás, o quizás necesitan ayuda y terapia, que les falta afecto, y en realidad no, lo que les sobra es expectativas por la vida, lo que les falta, uno nunca sabe, sencillamente la vida misma les falta.
Viven en un continuo y autodestructor esfuerzo por ser felices, hasta que se estrellan inevitablemente con el no poder con el non plus ultra. Y entonces por añadidura la muerte poseerá un sentido, un sentido macabro quizás, morir será un hallazgo, una plenitud, un reposo, un premio, una querida y hasta posible cima. Intentar vivir, comprender y gozar el valor de ese intento se vuelve el significado principal. Porque amar la felicidad ser demasiado positivo y amar el placer o ser hedonistas y egoísta son extremismos.
Entonces llega un punto, la emoción no está en la cima lograda, pues casi nunca se alcanzará realmente y si se hace será una quimera que se disolverá en el aire, lo que vale es el vuelo, haberse atrevido a saltar la línea del conformismo social en el que nos vemos inmersos, y caer, como Ícaro a los mares, porque saben que caerán pero aman la caída, los convierte en desdichados, pero es su última y desesperada forma de ser felices, porque durante unos privilegiados instantes pueden acceder a esa felicidad suprema que nosotros no alcanzamos a comprender en nuestra moral del sufrimiento.
Entre estas dos felicidades la conformista (que es felicidad al fin y al cabo al entrar sanos y salvos a un círculo social donde podemos expendernos y morir después de vidas largas y felices) y la icárica, vivir desechando a la aburguesada medianía, vale la pena intentar vivir, intentar llenar el molde, vivir como un narciso o como un hedonista dentro de la seducción de nuestra época. Por la plenitud o por su búsqueda, pero no a cualquier precio, sin caer en la doctrina del sufrimiento, más bien viviendo acostumbrándose a morir como en el Hagakure, la muerte así no se vuelve un escape de la vida, no un acto cobarde, se suma a la vida y la dignifica.
“He descubierto que la vía del samurái es morir” decía el último de los samuráis contemporáneos, Yukio Mishima. No se trata evidentemente de morir porque sí, no es una incitación al suicidio. Sino de practicar una ascesis espiritual y física en la que pensar en la muerte (porque es evidente que todos vamos a morir) dignifica y ensalza la vida. Para algunos no se debe vivir a cualquier precio, hay que saber morir cuando el momento llega, (¿caída Icárica tal vez?) y no es enfermedad ni decrepitud necesariamente, morir con dignidad y belleza.
La muerte está dentro de la vida y en muchas ocasiones la dignifica, es algo evidente que nuestra conceptualización del “derecho a la vida” nunca revela. Porque vivimos en una cultura donde la muerte requiere discreción, porque sucede todos los días y nos gustaría ser la excepción.
En la muerte como exaltación de la vida no hay asomo de practicidad o cobardía sino una dura y refinada forma de heroísmo.
[1] MISHIM Yukio Hagakure: El Camino del Samurai Ed. Planeta.
martes, 27 de enero de 2009
El Vuelo De Ícaro Sobre Las Alas Del Samurai
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