Para continuar con el desarrollo de este tema es necesario retomar una idea que se planteó desde la introducción. La idea de la conformidad. Hemos visto hasta el momento que la vida lejos de ser el arquetipo de realizaciones y expectativas, tiene una visión cruda, no digamos negativa, sino cruda solamente, donde en realidad estamos constantemente desesperados por buscarnos a nosotros mismos, debido a que ya no podemos manifestarnos en los demás y compartir ideales, ya no hay capacidad de cohesión, y hemos pasado a una emancipación donde nos hemos dividido en individuos isla.
En la teoría del desarrollo humano se habla de un punto en que el adolescente, después de su trágico y siempre radicalista encuentro con el mundo adulto, debe determinar su función social y acepta los estándares y normas de la sociedad misma en la que se desenvuelve, en complejos ritos de iniciación establecidos culturalmente. En nuestra cultura occidental con su economía liberal, la introducción de un individuo a la vida adulta es determinada principalmente por su capacidad de autosustento. Como se dice coloquialmente, hacerse responsable de sí mismo, pero básicamente, mantenerse económicamente. Independizarse del hogar paterno.
En los parámetros de la misma teoría de desarrollo, este proceso es el proceso definitivo, el paso de la adolescencia a la adultez. Sin embargo yo no me atrevería a decir que esto necesariamente es cierto, en realidad no se ha demostrado un proceso de maduración psicológica divisible entre la adolescencia y la adultez. Esto nos enfocaría a decir que en realidad todos somos adolescentes, y que la adolescencia por lo tanto es una etapa que nunca se supera realmente. Sin embargo estamos comprometidos en una sociedad, donde tenemos que asumir un rol ya sea voluntario o impuesto. Adolescentes con roles adultos, sería más parecido al resultado final que está aceptación social provoca.
Esto último es importante porque significaría que en muchos grados la vida nos somete y en todas direcciones se nos pide, o más bien impone y exige que rellenemos determinados moldes y nos volvamos parte de determinados arquetipos. Todo esto no es necesariamente terrible a pesar de su sublime arbitrariedad, es parte de los requisitos que un ser tan complejo y autodestructivo como el ser humano ha establecido para poder vivir en una aparente armonía. Aceptar tu rol social y desenvolverte en una sociedad determinada, ya no como antes para el mejoramiento y progreso social, sino para no convertirte en un lastre, ser útil por lo menos para ti mismo y mantener las relaciones “serviciales-económicas” con tus semejantes, esos son los requisitos que enfrenta el adolescente que espera, pertenecer.
Cometemos un error entonces al esperar que todas las personas puedan entrar dentro de este perfil, creemos que necesariamente todas las personas deben aceptar los rolos impuestos o voluntarios, porque nosotros mismo los aceptamos. No vemos en realidad que aceptar un rol no sólo implica tener una función social determinada, sino implica estar de acuerdo con las visiones paradigmáticas de nuestra sociedad, aceptar la vida misma como la medianía.
Hay personas que no entrar precisamente en este estándar de aceptación de la vida, inadaptados sociales quizás, pero más que eso, soñadores, son personas que ya sea, estéticamente, económicamente o ideológicamente esperan algo más de lo que su realidad constantemente les ofrece. Sus perfiles son bastante variados, van desde filósofos inconformes como ya lo vimos en el primer capítulos, escritores soñadores como sería el caso de Lord Byron, artistitas incomprendidos o sencillamente personas cuya sensibilidad natural no les permita sencillamente aceptar “que la vida es muy dura y cruel con pequeños momentos felices que la hacen valer la pena”. Pareciera que no pero básicamente así concebimos la vida, se nos adoctrina para aceptar y tratar de superar nuestras limitaciones, y para que todo aquello que nos oprime (y muchas veces demasiado) que este fuera de nuestras capacidades cambiarlo, debemos aceptarlo.
La vida ante todo y sobre todo, lo que debemos aceptar como cierto y debemos como ya dije en la introducción, aguantar. Es una filosofía que deriva de nuestra moral occidental, altamente cristiana, donde no hay valor más importante que la vida, y no hay nada más irremplazable que el individuo, esto es muy bueno en ciertos sentidos, pero también nos proyecta en una cultura del sufrimiento, del martirio.
Nuestra cultura y nuestra “declaración de los derechos humanos”, nos imponen la vida no ya cómo un derecho sino además como una obligación, nada por encima de la vida, por lo tanto privan al sujeto de una de las capacidades más importantes de elección, la de su vida misma. Pues ideológicamente la declaración de los derechos humanos propone la igualdad entre los hombres y que ningún tercero pueda decidir bajo ninguna circunstancia el derecho o no a la vida de un individuo, pero esto a su vez separa al individuo de su derecho ancestral a acabar con su existencia.
Quiero abordar más profundamente nuestra ética del sufrimiento obligatorio. El cristianismo, que querámoslo o no es la base filosófica de nuestra cultura occidental, sus valores de caridad, humildad, honestidad, unión monogámica, valoración de la virginidad, entre muchas otras reglas sociales, estableció esta ética del sufrimiento. Bajo la justificación de que hay que ser humildes y resignados, es decir aceptar abiertamente los designios de Dios y entender que nuestro sufrimiento en esta vida será recompensado en la siguiente si somos buenos. Independientemente de la creencia o no en Dios y la siguiente vida, el cristianismo estableció una dogma mucho más profundo, que nuestra vida no nos pertenece enteramente y que el sufrimiento debe ser aceptado con resignación, no como un equilibrio como en la filosofía oriental, sino como un castigo necesario.
Es decir, nos enseñaron a aguantarnos ante todo, pero si nuestras vidas no nos pertenecen ¿entonces a quién? Si no tenemos derecho a decidir sobre el rumbo de nuestras existencias ¿entonces quién lo tiene? De ahí muchas filosofías extremas han adoptado diversas respuestas, pero la verdad es que en nuestra visión cosmogónica del mundo, ese espacio quedó en blanco, ¿quién tiene derecho sobre mi vida si yo mismo no lo tengo?
Eso no significa que en todas las culturas sea de esta manera y en realidad hay sistemas de valores mucho más avanzados que el nuestro, donde la vida no puede estar sobre todas las cosas porque evidentemente hay cosas más trascendentales que la vida, como el honor, la fe, la amistad, la familia. En realidad fuera del Cristianismo la cultura humana siempre ha apoyado el suicidio como un acto que dignifica la vida del hombre. Las tragedias Griegas siempre fomentaban que el valor de la vida siempre se veía opacado ante la gloria, la amistad y el amor. Pero de entre todas estas culturas, específicamente hay una que me gustaría abordar.
En la teoría del desarrollo humano se habla de un punto en que el adolescente, después de su trágico y siempre radicalista encuentro con el mundo adulto, debe determinar su función social y acepta los estándares y normas de la sociedad misma en la que se desenvuelve, en complejos ritos de iniciación establecidos culturalmente. En nuestra cultura occidental con su economía liberal, la introducción de un individuo a la vida adulta es determinada principalmente por su capacidad de autosustento. Como se dice coloquialmente, hacerse responsable de sí mismo, pero básicamente, mantenerse económicamente. Independizarse del hogar paterno.
En los parámetros de la misma teoría de desarrollo, este proceso es el proceso definitivo, el paso de la adolescencia a la adultez. Sin embargo yo no me atrevería a decir que esto necesariamente es cierto, en realidad no se ha demostrado un proceso de maduración psicológica divisible entre la adolescencia y la adultez. Esto nos enfocaría a decir que en realidad todos somos adolescentes, y que la adolescencia por lo tanto es una etapa que nunca se supera realmente. Sin embargo estamos comprometidos en una sociedad, donde tenemos que asumir un rol ya sea voluntario o impuesto. Adolescentes con roles adultos, sería más parecido al resultado final que está aceptación social provoca.
Esto último es importante porque significaría que en muchos grados la vida nos somete y en todas direcciones se nos pide, o más bien impone y exige que rellenemos determinados moldes y nos volvamos parte de determinados arquetipos. Todo esto no es necesariamente terrible a pesar de su sublime arbitrariedad, es parte de los requisitos que un ser tan complejo y autodestructivo como el ser humano ha establecido para poder vivir en una aparente armonía. Aceptar tu rol social y desenvolverte en una sociedad determinada, ya no como antes para el mejoramiento y progreso social, sino para no convertirte en un lastre, ser útil por lo menos para ti mismo y mantener las relaciones “serviciales-económicas” con tus semejantes, esos son los requisitos que enfrenta el adolescente que espera, pertenecer.
Cometemos un error entonces al esperar que todas las personas puedan entrar dentro de este perfil, creemos que necesariamente todas las personas deben aceptar los rolos impuestos o voluntarios, porque nosotros mismo los aceptamos. No vemos en realidad que aceptar un rol no sólo implica tener una función social determinada, sino implica estar de acuerdo con las visiones paradigmáticas de nuestra sociedad, aceptar la vida misma como la medianía.
Hay personas que no entrar precisamente en este estándar de aceptación de la vida, inadaptados sociales quizás, pero más que eso, soñadores, son personas que ya sea, estéticamente, económicamente o ideológicamente esperan algo más de lo que su realidad constantemente les ofrece. Sus perfiles son bastante variados, van desde filósofos inconformes como ya lo vimos en el primer capítulos, escritores soñadores como sería el caso de Lord Byron, artistitas incomprendidos o sencillamente personas cuya sensibilidad natural no les permita sencillamente aceptar “que la vida es muy dura y cruel con pequeños momentos felices que la hacen valer la pena”. Pareciera que no pero básicamente así concebimos la vida, se nos adoctrina para aceptar y tratar de superar nuestras limitaciones, y para que todo aquello que nos oprime (y muchas veces demasiado) que este fuera de nuestras capacidades cambiarlo, debemos aceptarlo.
La vida ante todo y sobre todo, lo que debemos aceptar como cierto y debemos como ya dije en la introducción, aguantar. Es una filosofía que deriva de nuestra moral occidental, altamente cristiana, donde no hay valor más importante que la vida, y no hay nada más irremplazable que el individuo, esto es muy bueno en ciertos sentidos, pero también nos proyecta en una cultura del sufrimiento, del martirio.
Nuestra cultura y nuestra “declaración de los derechos humanos”, nos imponen la vida no ya cómo un derecho sino además como una obligación, nada por encima de la vida, por lo tanto privan al sujeto de una de las capacidades más importantes de elección, la de su vida misma. Pues ideológicamente la declaración de los derechos humanos propone la igualdad entre los hombres y que ningún tercero pueda decidir bajo ninguna circunstancia el derecho o no a la vida de un individuo, pero esto a su vez separa al individuo de su derecho ancestral a acabar con su existencia.
Quiero abordar más profundamente nuestra ética del sufrimiento obligatorio. El cristianismo, que querámoslo o no es la base filosófica de nuestra cultura occidental, sus valores de caridad, humildad, honestidad, unión monogámica, valoración de la virginidad, entre muchas otras reglas sociales, estableció esta ética del sufrimiento. Bajo la justificación de que hay que ser humildes y resignados, es decir aceptar abiertamente los designios de Dios y entender que nuestro sufrimiento en esta vida será recompensado en la siguiente si somos buenos. Independientemente de la creencia o no en Dios y la siguiente vida, el cristianismo estableció una dogma mucho más profundo, que nuestra vida no nos pertenece enteramente y que el sufrimiento debe ser aceptado con resignación, no como un equilibrio como en la filosofía oriental, sino como un castigo necesario.
Es decir, nos enseñaron a aguantarnos ante todo, pero si nuestras vidas no nos pertenecen ¿entonces a quién? Si no tenemos derecho a decidir sobre el rumbo de nuestras existencias ¿entonces quién lo tiene? De ahí muchas filosofías extremas han adoptado diversas respuestas, pero la verdad es que en nuestra visión cosmogónica del mundo, ese espacio quedó en blanco, ¿quién tiene derecho sobre mi vida si yo mismo no lo tengo?
Eso no significa que en todas las culturas sea de esta manera y en realidad hay sistemas de valores mucho más avanzados que el nuestro, donde la vida no puede estar sobre todas las cosas porque evidentemente hay cosas más trascendentales que la vida, como el honor, la fe, la amistad, la familia. En realidad fuera del Cristianismo la cultura humana siempre ha apoyado el suicidio como un acto que dignifica la vida del hombre. Las tragedias Griegas siempre fomentaban que el valor de la vida siempre se veía opacado ante la gloria, la amistad y el amor. Pero de entre todas estas culturas, específicamente hay una que me gustaría abordar.
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