lunes, 6 de agosto de 2012

Pequeño comentario poético sobre la glosafilosófica del poema de Hölderlin. 

Por: Gerardo Flores. 

¿Cómo podríamos definir la búsqueda de Martin Heidegger por los laberintos del poema? ¿Qué secreto anhelo lo impulsa a tientas por la noche blanca? ¿Qué intuición profética guía su camino por el bosque? Como Dante antes que él, se hace acompañar de un amigo poeta, pero este no es Virgilio sino Hölderlin, poeta que se sumió en la oscura noche de la poesía.
Heidegger se siente perdido en su época, no se siente a salvo mirando el naufragio como Cicerón, más bien como el barquero de Nietzsche se sabe a sí mismo inmerso en el hundimiento, sin un madero o una piedra a la que asirse. Porque sólo a nosotros no nos está permitido posarnos, nosotros los arrojados. En el silencio de la larga noche de la posguerra, después de que se hubo disipado el humo de la guerra, el filósofo mira a su alrededor y haya una tierra vacía de dioses. Entra en un amargo lamento, porque a diferencia del griego que cayó en un poso por contemplar las estrellas, es toda la humanidad la que ha caído, son todos sus hermanos los que han cavado sus tumbas.
Buscando un lugar para asirse, acompañado por Hölderlin, Heidegger pide una última plegaria, una búsqueda de nombres sagrados, voltea sus ojos a la poesía. Es la más inocente de las ocupaciones pero que juega con el más peligroso de todos los bienes del hombre, el lenguaje. Para Heidegger el lenguaje no es algún instrumento del hombre, sino la posibilidad misma de su ser hombre. En el silencio que el hombre era originalmente, se abrió un diálogo, y desde que somos ese diálogo se nos ha encomendado la difícil tarea de nombrar lo que es. Más no cualquiera puede asumir esa difícil tarea, sólo aquel cuya inocencia, y por lo tanto cuya condena le permite soportar los flagelos de dios. Ese es el poeta, aquel que habita el intermundo entre la voz del pueblo, que le ha enseñado su canto, y la de los dioses a los que responde cantando a su llamado.
La poesía es la más inocente de todas las ocupaciones, sí, pero en la época a la que ha sido llamado el poeta, en la época en la que Heidegger lo busca con insistencia, su presencia es indispensable. A la historia atroz e inhumanidad, a la deshumanización del mundo, la hace falta una voz vibrante, pero Hiedegger sólo encuentra la noche, sólo encuentra la profunda profecía de Hölderlin sonando como eco por todos los rincones. El hombre ha usado el lenguaje para mentir, para ocultar, ha vaciado la palabra de todo lo que es y se ha quedado con sólo una pieza gastada en la mano. Pero cuando la ausencia del hombre duerme con el hombre, y éste no despierta, qué pasa con su ausencia, o será que esta ausencia despierta en vez del hombre y deambula por la tierra, como un hombre hueco. 
Sólo el canto del poeta puede ahora devolverle su tierra y posar su mirada en el cielo. Heidegger no abandona las figuras, pareciera que lo que trata de comunicarnos es inefable y le ha sido concedido como por revelación; pareciera que lo que le ha sido revelado se lo han dicho en una lengua tan ajena, quizás anterior a la palabra, que para acercarnos a las cosas nos hace dar vuelta alrededor de ellas. La poesía no acompaña a la historia, nos dice, como un ornamento, sino que es la condición de posibilidad de la Historia. Sólo a través de la poesía podremos reapropiarnos de la Historia. Pero Heidegger teme si acaso nos será concedido algún don de verdad, si se nos susurrará a la oreja alguna senda que hayamos olvidado.
A nuestro alrededor todos los caminos parecen recorridos, todo lo oculto parece abierto, y el hombre, que ha construido en lo abierto, ya no tiene hacia donde transitar, por eso se vuelve hacia sí mismo, a llenar ese vacío originario, o por lo tanto insaciable, por eso se vuelve imitador de su propia sombra; y en el umbral donde debiera detenerse a escuchar alguna voz que no sea la suya, se arroja y sólo encuentra un caer interminable, el de la muerte.
Heidegger siempre había sospechado de cómo la filosofía nos ocultaba la muerte, de cómo el pensamiento rehuía su propia finitud pensándose infinito y en lugar de abrirse como un claro de bosque para dejar entrar al Ser, se llenaba de mistificaciones y representaciones. La filosofía de la preocupación le ha fallado a Heidegger, y eso se nota una y otra vez en sus espiral poética. Ya no será la filosofía sino la poesía la que pueda salvar al hombre, ya que nombrar a un hombre, nombrarlo verdaderamente, se parece a salvarlo.
Pero la palabra ya no tiene aquella fuerza originaria, la fuerza de lo sagrado, la palabra se nos deposita gastada en la mano. Y la ausente de todos los ramos, la poesía, queda lejos. Heiegger se suma al enmudecimiento de los poetas, y se admira de que uno de ellos, su maestro y amigos, Hölderlin, se haya atrevido a cruzar el oscuro umbral de la noche para entrar a un pozo mucho más profundo y negro que ésta, la locura. Y sólo de la locura pudo Hölderlin sacar esas palabras tan contundentes: “es poéticamente como el hombre habita en el mundo.” Porque la poesía fue el don concedido al hombre originariamente, no la palabra sin más, no la articulación del fonema, no el phoné sino el logos. La poética no es una función más del lenguaje, una entre tantas, alguna que embellezca y sirva para el entretenimientos, es la función fundamental de todo hablar, del silencio viene y al silencio se aproxima.
Sólo en el lenguaje el hombre se pierde y se encuentra, se destruye y se construye, para que herede “lo que tienes de más divino, el amor que todo lo alcanza”. Pero esta forma del hablar esta palabra fundante y originaria sólo es posible a condición de poesía, a condición de diálogo.
A la búsqueda del hombre Heidegger pregunta primero ¿quién es el hombre? Ya no ¿qué es? Como si se tratase de un objeto ajeno a sí, el hombre es aquel que cada vez somos y no podemos preguntar su qué sin definir su quién. ¿Quiénes somos? Aquellos que debemos mostrar lo que es. Pero el diálogo que hace al hombre también lo pierde por el tiempo, y lo que debía servirle para mostrar le oculta. Por eso no todo hombre que habla, habla verdaderamente, sólo alguien captar en el tiempo que se desgarra algo permanente: el poeta.
No todo hablar es poesía aunque el lenguaje sea esencialmente poético, por eso el poeta alcanza en primer lugar la esencia del habla, la poeticidad. Así el poeta se vuelve la voz del pueblo, dice allí donde todos queríamos decir pero no podíamos. Pero esas palabras que dice no son tampoco las de un hombre y en esto el poeta es maldito, porque sus palabras son siempre un ‘arrebato’. Heidegger parece hacer la apología de Lysis, aquel griego del que Sócrates se rió ya que sólo podía cantar cuando era arrebatado por los dioses. Es indiferente que el poeta sea o no un creador, el poema que escribe lo antecede y probablemente lo sucederá, porque él es sólo un intermedio, un puente entre la voz del pueblo, y los dioses.
La esencia de la poesía que Hölderlin descubre y poetiza es la esencia de un tiempo donde los dioses se alejaban lentamente, y así también su voz nos alcanza, a nosotros, los de la época donde todos los dioses se han ido. Es histórica en grado supremo, anticipa un tiempo histórico. Nuestro tiempos de indigencia requerirían un poeta muy rico, uno tan pleno que a menudo se entumezca en la contemplación de lo venidoro para reposar en su aparente vacío.
Así cuando el poeta queda a solas, ya que su hablar es tan esencial que poco se entiende, que parece ser arrebatado por la oscuridad de la locura, entonces elabora la verdad como representante de su pueblo, como aquel que pueda decirle a los demás, aunque no escuchen, lo que es, aquello que han dictado los dioses ausente. Pero a nosotros nos toca ir en búsqueda de los dioses, el poeta tiene condición de viajero, debe buscarlos en todos los rincones y agotar la poesía en una mirada nueva, quizás ya no hacia el horizonte, sino suponerse por un segundo arriba y arrojar una mirada vertical.