martes, 26 de marzo de 2013

Cuerpos II XXV


La perdición es cosa buena, 
Cuerpos,
salva al alma de hallar la salvación eterna
-- siempre tristona --
y la conduce de manera rápida a residir en los infiernos,
sitio ameno,
aunque algo enrarecido, chamuscante,
donde las piedras arden y el rosticero no para de girar
echando lumbre,
deslumbrando, más bien, porque el infierno
carece de un sistema de energía propio
y su planta de luz requiere de los cuerpos
que pasan, fugazmente, por su horno externo y sólo de visita,
sólo cuerpos de mujer que llega y se van al mismo tiempo,
por lo que la oscuridad es lo que se dice bien oscura,
ni un chirrido de luz se ve en ninguna parte
y hasta los ciegos se extravían en tanta oscuridad
que sólo atinan a tentar la tentación como costumbre
un poco sórdida,
pero agradable,
muy gustosa
(los cuerpos tan tentados,
los pobres cieguecitos tientan tanto, sufren tanto),
como abrelatas que no se encuentra con ninguna lata
en qué ejercer su oficio de abridor de latas y solloza,
a ver si así se abren las compuertas
y llegan los alcoholes, con toda displicencia y buenos modos,
a mitigar la sed que aqueja a los insomnes,
o inventan la luz para  que  los  cuerpos dejen de ser
la pura oscuridad que canta
y se conviertan en seres luminosos
aunque no es requisito necesario porque los cuerpos
cuando quieren,
se iluminan solos, por su cuenta y riesgo
(cuando  quieren,
cuando no, pueden ser tremendamente pérfidos o ingratos pero en
ocasiones, brillna,
resplandecen,
arden,)
impulsan la creación de nuevos paraísos
al margen de los dogmas
pero aptos, a la vez, para hacer sufrir hórridamente
al pecador que profane los cuerpos impolutos
y mandarlo a pudrir en los avernos,
la casa de un Satán endemoniado que pincha
con furor los huesos
de la víctima de una pasión incomprendida.

Pero el infierno puede ser también, sitio agradable,
Cuerpos,
vengan,
es un lugar ameno donde la vida disipada
encuentra protección y abrigo
-- ebriedad eterna,
casi la pura metafísica alcoholífera en dosis saludables,
pero, también, manutención casi gratuita
por los fervores de la carne, la
orgía mística en que las diosas elegidas brindan
auxilio espiritual y cárnico
a manos muchas veces llenas
-- cuando quieren,
otras, bien mediadas,
con rasero estricto que pesa la bondad y la maldad
del mundo
y reparte cucharadas mínimas de amor insuficiente
para sobrevivir en el mundo de las cosas rancias
que solamente beben vasitos de agua pudorosa y tibia
-- o nada, no reparten absolutamente nada,
ni la Nada misma dejan como señal
de que hay una crisis espantosa de conciencia
y al amante lo envuelven en ropones blancos
y se lo llevan a una Casa-Cuna donde lo fuerzan
a volverse persona adormilada,
archivo de decencias,
moral que se queda apergollada por el susto
de ver que cierta sombra baja de las lámparas que  sufren
cuando los cuerpos mandan sombra
que se corre hacia los ojos del perverso
que acecha el movimiento pendular que  hacen los cuerpos
cuando andan
o provoca irritación en las pupilas asombradas
de mirar a tanto cuerpo bello junto,
tanta mirada de mujer que mira a los contornos intocados
de la estatua
que camina en medio de las cosas  disueltas por el tiempo
y permanece idéntica a sí misma,
incólume,
sardónica, en relación al proceso irremediable
hacia la herrumbre de los cuerpos que sufren.

(Para salvarse hay que perderse, Cuerpos, La
salvación --si es que se encuentra-- está en lo
más remoto de uno mismo, en lo extraviado
de uno donde no hay ni asomo de conciencia
o reflexión sobre algo, sino el vacío absoluto
y el amor o el desamor toman forma de mujer
o de fantasma de mujer que aúlla o bala, pero
lejos, lo que dicen que es lo real --esa chispita
que se apaga de repente-- toca a muerto y
todo cae hecho pedazos.

La salvación está en la negación de todo,
en el camino de la ascesis que casi todo
lo perdona, en el descenso a esa morada
para réprobos --celestial casi, casi un paraíso--,
donde el fuego no perdona nada y todo
se aniquila, se consume.

Primero es el descenso, Cuerpos, luego, es
el ascenso por la ruta larga, la culpa y
la expiación que nunca llega y llega, en su lugar,
la pena inmensa, la oquedad en donde ya no
cabe ningún hueco, ninguna cerrazón porque
ya todo está cerrado y no hay puertas o
pequeños agujeros que señalen los caminos
que pudieran alumbrar la huida --o el regreso,
da lo mismo.

Los muertos no reencarnan. Apenas sobreviven
en los bártulos que encoge la memoria,
el desmenuce de las lámparas agónicas
que acaban por quedar exhaustas. Nada sirve de nada
sino volver a los silencios que lo entienden todo,
lo perdonan todo y todo acaba en un dormir
de sombras que sólo sueñan sombra.)

El fuego purifica,
Cuerpos, 
abre llagas,
crea zonas de emergencia sin servicio médico
o estación hospitalaria en que algún cuerpo despiadado
brinde los últimos  auxilios 
para el demente que sabe que se cae
pero no sabe dónde o cuándo llegará el caidazo,
el golpe sin andamios que frene la caída,
la haga lenta,
casi insoportable como caída en los inhóspitos almarios
que se cuecen en su cal hirviente,
hueso en escalpelo perdido en la profunidad
de los esguinces que despiden chispas
o resoplan como búfalos a punto de embestir a cuerpos,
regodearse en cuerpos,
sorber un agua pesada de heladumbre
o beberse de un trago los herrajes de un agua
que se masca seca,
se consume seca como nulo soporte espiritual
de salvación ardífera
o curso teórico para mejor disposición 
del ánima a la hora del derrumbe.

Pero  ni cuerpo téorico ni --mucho menos-- sombras vagas
sino cuerpos reales,
de verdad y enteros,
bien formados y completos, sin faltar ni un hueso,
una clavícula,
unos labios,
un esternón y las rotundas nalgas,
reales,
no ficticios como los cuerpos que aparecen en los poemas
y que son las puras entelequias,
los visajes que hacen los muñecos cuando ya están muertos
pero quieren seguir jugando a los espantos,
cuerpos bastante más que reales, de ser esto posible,
pues lo real es, de por sí, una siniestra trama,
un escondrijo donde todo cabe y, luego,
no se encuentra nada,
la realidad perfecta casi como una concepción teológica
y por completo unificada en un cuerpo portentoso
que sea cuerpos en que reencarna el mundo y toma forma,
vive,
se respira.

Uno vive
--o lo intenta o lo pretende, al menos--
y se la pasa en pleito continuado
con lo que llamamos el Destino
(el de uno, no  cualquiera, no hay préstamo o alquileraje
de destinos con diversos modelos o colores a elección
del cliente ni compra-venta de ellos, o refacciones en
caso de desgaste o uso inadecuado o maltrato por causas
no imputables casi nunca a  quien lo usa, o lo desusa y lo
convierte en agradable garabato que se pone en días
de fiesta y luego se despide cortésmente como vil
estorbo o forma de jugársela uno con todo lo  que queda--
que es muy poco, una maleta o un hatajo de mañas
y costumbres poco usua es que conforman un destino-otro,
una escasa posibilidad de salvación, pero eso es todo.
Qué remedio.
El de uno, esa mancha como de marca de fábrica o estampitas que se
obsequian en la compra de dos o más botellas de licor y que declaran
--certifican, más bien-- que uno es producto único, irrepetible
e irremplazable pero, también, culpable del buen uso o el mal uso
que le dé a Su destino, el de él, el suyo propio, el de uno, que lo 
mismo puede elevarlo a los altares o tirar por la alcantarilla impunemente
y mandar a los infiernos o hacer que se lo lleven a uno
como caballo enfermo enfurecido y ciego que no llega a parte alguna, sino
que es llevado y arrojado, también, en parte alguna y ahí lo deja,
magullado, destinado pero sin Destino, como  un desatinado que
camina sin saber el rumbo y, luego, se concluye en escritura de
epitafio, lápida mortuoria o ya no-ser por quien, tal vez, una mujer
derrama llanto a solas o siente compasión por el doliente que 
tatema su alma, pero esto no hay manera de saberlo).

La contrición funciona a veces,
Cuerpos,
y el espíritu se vuelve una substancia escurridiza
que se extraña de no mirar  su imagen que trisca
en la ventana
aunque, más bien, el fuego arrasa todo
y deja los pequeños pedazos de carbón que se asen
en sus propias lenguas,
sus propias bocanadas de vapor ardífero
que lenguan cuerpos y soportan los ruidos del metal
que cruje sobre angostos túneles que fueron
figura corporal enhiesta.

Sin embargo,
el volverse uno un ser contrito es cosa mala casi siempre,
Cuerpos,
poco aconsejable y conviene practicarla pocas veces,
se parece a un hilo roto que se parte la columna vertebral
e invertevrado, sigue en su labor de zapa
en relación a su propia mismidad que acaba por perderse,
pero el fuego se encarga de que nada quede.

La salud enferma y, después, igual se llegaa ser cadáver,
aunque en estado sano
--el colmo de lo absurdo--.
La beatitud es lenta y aburrida,
Cuerpos,
cansa ser santo o aspirante a santo.
La santidad promueve lo corrupto,
la castidad y la abstinencia al vino y al cigarro
y a la mujer como materia dadora de pecados
con alto riesgo de feliz contagio
(condenación perpetua,
deleitosa, 
lengua táctil).

Mejor  la perdición, 
Cuerpos,
pudrirse lentamente en los infiernos
y estertorar agudos estertores en forma lagrimal
con la esperanza de que el pecado se arrepienta
de no haber pecado mucho
y vuelva con aire de jolgorio
y el pecador se pierda en el delirio de la carne.

En el infierno hay espacio para ustedes,  
Cuerpos,
vengan,
es un lugar tranquilo donde hay nula noción
de lo profano y lo sagrado,
lo celestial y lo terrestre,
mundo e inframundo.

Bien y Mal,
la culpa y la expiación y la culpa que regresa
en busca de expiación y no la encuentra
y parte en busca de más culpa
pero siente
el tarascazo que, seguido, tira el remordimiento
y su razón de ser él, también, pecaminoso y triste
y admirador de cuerpos de mujer en desnudez completa,
carna y carne y demonio en forma de mujer
que lo persigue y lo hunde en las profundas simas del espejo
donde se ve mordiéndose a sí mismo
y se remuerde la conciencia estupefacta
ante su alto sentido de la culpa
y de su escasa capacidad de condolencia,
pero estricto en su manera de admirar los cuerpos,
auditarlos,
tratar de conmoverlos y que vuelvan
aunque sea una tarea inútil
disponer de varias copias para casos de extravío
o no tener para nada la certeza de volverlos a encontrar
en un mañana próximo o lejano,
volverlos de metal o leve sombra que pueda,
a lo mejor, tocarse,
pero feroz persecución, al mismo tiempo, del en verdad
culpable
el demente que da vueltas  sobre su eje
mientras circula ávidamente entre los cuerpos
un tanto mortecinos
pero persecutor, también, en su acidez extrema,
del volumen de cuerpos que acumula el demente
que se achicharra en el  infierno
o se dedica a la fabricación de los recuerdos
como si fueran grandes trojes,
inmensos almacenes de compra al mayoreo de cuerpos
que ya dejaron de ser cuerpos y son tiempo en vías de liquidarse
tiempo muerto,
esfera derretida,
culpas que son grandísimas nostalgias
o restos bienamados que se clavan,
queman los cuerpos que demuestran su alegría
canturreando,
bailando,
brincoteando
de júbilo por hallarse en las proximidades
del infierno pero no muy cerca
(Dios las libre de toda tentación-Amén),
más bien lejos,
porque hacen todo lo posible para no quemarse,
tostadero de cuerpos pero frialdad corpórea, sin embargo,
cuerpos en la congeladora
hasta el punto de bullir de tanto fuego,
de entrar en erupción, a veces,
(pero discreta, controlada, no erupción de verdad,
escandalosa,
apasionada),
que abre llagas o crea la realidad de acuerdo a sus deseos
sino, más bien, sólo una íntima demostración de su existir
que lava verdadera,
no explosión de imprevisibles consecuencias sino tranquila
como un sonido apenas perceptible,
circunspecta como una dama triste que no quiere causar
ningún problema,
ninguna duda acerca de  sus virtuosas intenciones,
su amor por  los que sufren por la dicha ajena,
la desdicha propia y no consumación atronadora,
restallante,
sino poca lava,
poquísima materia ígnea que permita a la demencia
proseguir su juego con los cuerpos que arden,
cuerpos como lava chamuscante,
lava quemantísima en cuerpos como formas contenidas
en las normas de lo prescrito y lo correcto,
lo inflexible como un carbón prendido que se ahogó
en el hielo,
lo inflexible,
la cualidad de lo doméstico,
primacía de las teteras sobre el mezcal
y otras bebidas santas que fortalecen el espíritu y dan paso
a las arduísimas cuestiones que asedian la existencia,
que la convierten en una verdadera mordedumbre
de problemas que carecen de respuesta
e, incluso, de pregunta,
lo existencialmente complicado de la cárnica existencia
que se arrastra de modo pesaroso sobre el hondo meditar
en la administración de lo profundo de la crisis
que sacude a a consciencia humana
(la de uno, cuando menos, que debe ser,
como el Destino,
irreductible, ajena a toda influencia externa o intento
o intento de soborno),
el estudio de lo que debe ser, en serio y de verdad,
lo trascendente,
la copa de mezcal, el  cigarillo, la taza de café,
ciertos cuerpos que se hunden en la noche y nunca vuelven
pero sí dejan, a su paso, todo solo
abandonado bajo una capa gris de angustia adolorida,
médulas capaces de gritar del llanto pero incapaces
de guardar el equilibrio entre o exacto y lo inexacto,
la virtud y el vicio,
el instante, que es una eternidad que  se compacta
y lo eterno, que es un instante incapaz de detenerse
y se alarga eternamente,
la soledad y el estar acompañado,
lo pasional que se desborda y la pasión duramente
restringida,
suda,
sufre y se acongoja sin decir palabra,
sin sonar sonido o musitar, así sea muy quedamente,
un llanto de metal,
una llorante corcholata mustia muy poco pasional,
a fin de cuentas.

Habitabilidad de los infiernos,
Cuerpos, 
vengan, 
instánlense como en su propia casa
y socorran a los que cargan un espíritu en trance
de venirse abajo,
afiáncenlo con trabes y poleas
o exijan que venga un montacargas
y  lo lleve a la sala de emergencias
donde se hospeda el deterioro
y los ladrillos sueltos festejan los golpes que se dan
cuando se dejan olvidados 
los ojos que se fueron siguiendo a los espejos
que no querían seguir ocultos
en el frío desangelado que susurra
entre los dientes del quelonio inmóvil
que se sueña estatua que ronda en los jardines
y persigue cueros que jamás llegaron.

Cuerpos,
auxilien a los huecos que están apunto de dejar de serlo
y convertirse en huecos sin hueco en que caerse.
La perdición es cosa buena,
la mala vida puede ser, también, excelsa
y estimula los quehaceres de la carne
mientras el alma se entretiene jugando a las pasiones bajas,
la vida voluptuosa concebida
como una encarnación constante,
un desenfreno que se muerde los bigotes
y azuza a la perrada a degustar la carne de gacela joven
no caer en la modorra como el estar en medio
de ángeles y querubines todo el tiempo,
santificados cuerpos todo el tiempo
sino  cuerpos vivos,
ardientes cuerpos cárnicos que quemen universos.

(El paraíso debe ser lugar inhóspito,
Cuerpos,
demasiado formal y demasiado estricto
en prohibición de vicios
y virtudes que se acercan mucho al vicio
y otros sanos menesteres. 
Lugar para palúdicos 
o enfermos por el  uso excesivo de razón insana,
poco congruente con las ansias que sacuden a los cuerpos cuando
brillan en la noche y suena
[a espléndido relámpago,
luz ruidosa que alborota y desmanda la paz paradisíaca
poco entendida en cuerpos y materias concernientes
a la carne,
más bien vegetariana, 
insulsa.)

La salud enferma y, luego, acaba por matar de todos modos.
La beatitud es triste y aburrida,
ser santo, cansa,
lo procesionan a uno mucho y las rezadas pesan
y debe realizarse algún milagro que justifique tanto rezo
y hacer milagros es difícil, agotante y, además, inútil
(los cuerpos nunca vuelven, por ejemplo,
por más que se les rece),
y debe ser algo molesto el estar todo el tiempo
subido en los altares,
siempre amable y sonriendo a los  que llegan
con diversas peticiones
para que as cosas sucedan de otro modo
y el Destino se transforme en un sujeto generoso
que mejore la vida de los pobres penitentes
(lo que nunca ocurre, todo empeora).

La santidad obliga a tomarse la vida terriblemente en serio,
de un modo tan absurdo que sólo los dementes
logran evadirse,
huir por los espejos y hallar a las  esferas,
integrarse a lo  esférico 
y se esfera  en conjunto con los cuerpos,
hallar la redención en los símbolos ocultos en los círculos,
el tiempo circular que devuelve a los cuerpos a sus círculos
y los regresa intactos,
bellos,
la plenitud del movimiento cuando queda inmóvil,
integrado a las corpóreas formas que detienen su camino.

El infierno es un lugar ameno, 
Cuerpos,
donde se bebe alcohol y huele a puesta a rostizar
con el furor que causan los deseos,
ligeramente brasa en carne amada,
trocetada,
venerada.

Para salvarse hay que  perderse, Cuerpos.
Sólo el infierno purifica y salva.


Max Rojas, Cuerpos.