jueves, 28 de enero de 2010

SEMANA DE JOSÉ GOROSTIZA

MUERTE SIN FIN

- TERCERA PARTE -

(BAILE)

Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
—ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta,
que ara cauces en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed;
más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
—germen del trueno olímpico—
la forma en sus netos contornos fascinados.
¡Idolatría, sí idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
—briznas de espuma para el ala de luz
que en ella anida; quiere,
además, un tálamo de sombra,
un ojo, para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es ella también,
aunque por arte de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo
de una muerte gratuita y prematura,
pero bella, ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un infierno alucinante.

Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera tenaz
de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra que se absorbe a sí mismo
contemplándose.
Hay algo en él, no obstante,
acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya embozado en el giro de un reflejo,
en un llanto de luces se liquida.

Mas la forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima, deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¡En las augustas pituitarias de ónice no juega,
acaso, el encendido aroma con que arde a sus pies la poesía?
¡Ilusión, nada más gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el dolor emite
¡oh turbio sol de podre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí,
presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
—senil recién nacida—
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
—¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto, correrse un eslabón cada minuto!—
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.

miércoles, 27 de enero de 2010

SEMANA DE JOSÉ GOROSTIZA

MUERTE SIN FIN

- SEGUNDA PARTE -

¡Oh inteligencia, soledad en llamas
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo
que lo pone en pie y permanece
recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada,
sola en Él, reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado; como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura
o se retarda según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa que presume el dolor
y no lo crea, que escucha ya
en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua,
sólo una que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.

¡ALELUYA, ALELUYA!
Iza la flor su enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería de olor alado!
¡Oh, qué mercadería de tenue olor!
¡cómo inflama los aires con su rubor!
¡Qué anegado de gritos está el jardín!
«¡Yo, el heliotropo, yo!»
«¿Yo? El jazmín.»

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.
Tiene la noche un árbol con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra, ay, de esmeraldas.
El tesón de la sangre anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.
Tiene el amor feroces galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.
Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes, tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña tu picaflor!
Sabe la muerte a tierra, la angustia a hiel.
Este morir a gotas me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

martes, 26 de enero de 2010

SEMANA DE JOSÉ GOROSTIZA

MUERTE SIN FIN

- PARTE PRIMERA -

Lleno de mí,
sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga,
metido acaso por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene sino la cara en blanco hundida a medias,
ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora u
n más allá de pájaros en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula, allí,
como en el agua de un espejo, se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!

¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión,
se enciende como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!

¡Más que vaso —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios, e
n sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire altísimo— los hombres.
¡Sí, es azul!
¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz,
como una estatua.
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu que una noche impensada,
al azar y en cualquier escenario irrelevante
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas
precipita su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre las estaciones
todas de su ruta tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles,
escruta el curso de la luz,
su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más
—porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasión,
en la prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
satura de odios purulentos,
rencores zánganos como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más
—porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora la substancia de su gozo con rudos alfileres;
piensa el tumor,
la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
Mas nada ocurre, no,
sólo este sueño desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto el plan de su fatiga,
su justa vacación su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido,
qué parasol de niebla
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma,
el solo paso, la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop! largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga, s
e erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen, mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta, sus propios impasibles tegumentos.

SEMANA DE JOSÉ GOROSTIZA


La primera vez que lees un poeta mayor tienes la sensación de estar envuelto dentro de una atmósfera inédita, envuelto por toda esa parafernalia de paroxismos en la que te revuelcas dulcemente llevado por la impresión, de vez en vez podrás descubrir el asombro.
Eso es algo parecido a leer a José Gorostiza, poeta Tabasqueño nacido a principios del siglo pasado, ahi por 1901, en Villahermosa, y verdaderamente uno de los más interpretados (por su evasiva comitiva de imágenes). Supe de él cuando contaba yo con escasos 17 años (ya hace unos 3 años) Cuando me llamó la atención un librito que anunciaba solemnemente MUERTE SIN FIN. Nietszcheano medio obsesionado sentí los rugidos del león hablarme a través de esa tapa que tenía sencillamente una imagen ensombrecida de un vaso de agua, un sencillo vaso de agua para tan tremendo título. La primera línea sencillamente me golpeo de lleno en la cara, como si me hubiera arrojado el agua del vaso, "lleno de mí, ahíto, sitiado en mi epidermis por un Dios inacible que me ahoga" la sonoridad de esa frase, su anunciamiento tremendo aún hace ecos en mi mente con la intuición de que jamás podré componer dentro de una sencilla frase la desesperación de ser hombre, que tendré que vivirla a partir de esa frase. Imprensión que sólo me habían dejado Pavesse y Pessoa hasta ese momento. Sublime dicción de aquel que se sabe aplastado por su propio Dios. Quiero dedicarle esta semana a este magnífico libro MUERTE SIN FIN que lo dividiré arbitrariamente puesto que es un extenso poema, pero trataré de repartirlo en los 7 días en los que el Dios inacible creó el mundo.