jueves, 15 de agosto de 2013

Museos

La función del museo, como la de la biblioteca, no es únicamente bienhechora: nos proporciona el medio de contemplar juntas, como obras, como momentos de un solo esfuerzo, producciones que yacían a través del mundo, hundidas en los cultos o civilizaciones cuyo ornamento pretendían ser. En este sentido el museo funda nuestra conciencia de la pintura y la escultura como pintura y escultura. Pero es mejor buscarla en cada artista que trabaja, porque en él se encuentra en estado puro, mientras que en el museo la asocia con emociones de menos buena calidad. Habría que ir al museo como van los artistas, con la alegría del diálogo, y no como vamos nosotros, nosotros los aficionados, con una reverencia que, a fin de cuentas, no es de buena ley. El museo nos da mala conciencia, una conciencia de ladrones. De vez en cuando se nos ocurre que esas obras no fueron hechas en definitiva para acabar entre aquellos severos muros, para regocijo de los turistas, los  paseantes del domingo, los niños de los miércoles o los intelectuales de las inauguraciones del martes. Sentimos vagamente que hay en ello un desperdicio y que ese recogimiento de solteronas, ese silencio de necrópolis, ese respeto de pigmeos no es el verdadero ambiente del arte, que tantos esfuerzos, tantas alegrías y penas, tantas cóleras, tantos trabajos no estaban destinados a reflejar un día la luz triste del museo... 
El museo transforma las obras en obras, él sólo sólo hace aparecer los estilos, pero añade también, a su verdadero valor un falso prestigio, al desprenderlos de los azares en medio de los cuales nacieron, al hacernos creer que unos súper-artistas. unas "fatalidades" guiaban la mano de los artistas desde siempre. Mientras el estilo viví en cada artista como la pulsación más secreta de su corazón, mientras cada artista, en cuanto palabra y estilo, se encontraba a sí mismo en todas las otras palabras y en todos los demás estilos y percibía el esfuerzo de aquellos como pariente del suyo, el museo convierte esta historicidad secreta, púdica, no deliberada, y como involuntaria, en historia oficial y pomposa: la inminencia de una regresión que determinado pintor no sospechaba da a nuestra amistad hacia él un matiz patético que le era completamente ajeno. En su opinión, había trabajado jovialmente, toda una vida de hombre, sin pensar que lo estaba haciendo sobre un volcán, y nosotros contemplamos su obra como unas flores al borde del precipicio. El museo convierte a los artistas en unos seres tan misteriosos para nosotros como los pulpos o las langostas. Obras que habían nacido al calor de una voluntad, se las transforma en prodigios de otro mundo, y el soplo que las impulsaba no es ya, en la pensativa claridad del museo, bajo los cristales o los espejos, más que una débil palpitación en su superficie...
El museo mata la vehemencia del arte, como la biblioteca, decía Sartre, transforma en mensajes los escritos que eran los gestos de un hombre... Es la historicidad de la muerte. Pero hay también una historicidad de vida, de la que el museo no es más que la imagen decaída: la que habita al artista en su trabajo, cuando anuda con un solo ademán la tradición que recoge y la que él mismo funda, la historicidad que, sin que él abandone su puesto, su tiempo, su trabajo bendito y maldito, le junta de un golpe con cuanto alguna vez haya sido pintado en el mundo. La verdadera historia del arte es no aquella que sitúa al arte en el pasado e invoca a los Super-artistas y las fatalidades, sino la que la pone toda ella en presente, habita los artistas y los reintegra en la fraternidad del arte. 

No hay comentarios: