martes, 13 de agosto de 2013

Sí, cuando yo me pongo a hablar, digo indudablemente algo y con todo derecho trato de salir de las cosas dichas y alcanzar las cosas mismas. Y con todo derecho también, por encima de todos los semi-silencios o sobreentendidos del habla, pretendo hacerme entender e introduzco una diferencia entre lo que ha sido dicho y lo que nunca lo fue. Así como también con todo derecho me esfuerzo por expresarme aun cuando la transitoriedad de los medios de expresión pertenezca a su misma naturaleza: ahora al menos acabo de decir algo, y el cuasi-silencio de Mallarmé no deja de ser algo que ha sido expresado. Lo que hay siempre de confuso en todo lenguaje, y que le impide ser el reflejo de una especie de lengua universa --en la que el signo recubriría exactamente el concepto-- no le impide, en cambio, en el ejercicios viviente del habla, cumplir su papel de revelación, ni llevar consigo sus evidencias típicas, sus experiencias de comunicación. Que el lenguaje tenga una significación metafísica (vida de la lengua), es decir, que atestigüe relaciones y otras propiedades que las que pertenecen, según la común opinión, a la multiplicidad de las cosas de la naturaleza por una causalidad, es algo de lo que nos convence suficientemente la experiencia del lenguaje vivo, ya que caracteriza como sistema y orden comprensible a esta misma habla, que, vista desde fuera, parece un concurso de acontecimientos fortuitos. Precisamente, si las categorías gramaticales de sonidos, de formas y de palabras aparecen como abstractas porque cada suerte de signos, en una lengua tal y como ahora se da, sólo funciona apoyada sobre todas las demás --si no hay nada que permita trazar (entre los dialectos y las lenguas o entre las lenguas sucesivas y simultáneas) fronteras precisas, y si cada una de ellas llega al acto --si lo que se llama parentesco de las lenguas expresa mucho menos analogías que estructura interna que un paso histórico de unas a otras que se encuentra, por fortuna, atestiguado, pero que hubiese podido no estarlo de no ser por el examen mismo de las lenguas---, las dificultades que encontramos al intentar sin ambigüedad mediante una esencia (histórica-colectiva) en la que sus caracteres encontrarían su común razón de ser, y establecer entre tales esencias claras relaciones de derivación, lejos de autorizarnos a pulverizar la lengua en una suma de hechos fortuitamente reunidos y a tratar la función misma del lenguaje como una entidad vacía, muestra que en un cierto sentido, en esta inmensa historia en la que nada acaba ni comienza de súbito, en esta proliferación inagotable de formas aberrantes, en este movimiento perpetuo de las lenguas en el que se mezcla pasado, presente y futuro, no es posible establecer ningún corte riguroso y que, en definitiva, no hay, en rigor, más que un solo lenguaje en devenir. Si nos es preciso renunciar a la universalidad abstracta de una gramática razonada que nos diera la esencia común a todos los lenguajes, es para encontrar la universalidad concreta de un lenguaje que se diferencia de sí mismo sin llegar nunca a renegar de sí mismo abiertamente.
Precisamente porque ahora estoy hablando, mi lengua no es para mí una suma de hechos, sino el único instrumento para una voluntad de expresión total. Y precisamente por ser esto mi lengua para mí, soy capaz de penetrar en otros sistemas de expresión comprendiéndolos ante todo como variantes del mío, y luego dejándome habitar por ellos hasta el punto de pensar el mío como una variante de ellos. Ni la unidad de la lengua, ni la distinción de lenguas, ni su parentezco, dejan de ser pensables, para la lingüística moderna, una vez que se ha renunciado a concebir una esencia (histórico-colectiva) de las lenguas y del lenguaje: simplemente tiene que ser concebidas en una dimensión que no es ya la del concepto ni la de la esencia, sino la de la existencia.

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