lunes, 2 de febrero de 2009

Del Suicidio Y La Muerte

De acuerdo a lo que hasta aquí he venido diciendo y sugiriendo me parece oportuno destacar lo siguiente: lo que la gente madura, normal y reflexiva, autodenominada gente adulta, es decir los que ya entraron en el plano de su pleno rol social, llaman felicidad, existe y puede ser alcanzada, este ensayo no trata de cuestionar los dogmas centrales de ninguna ideología ni exaltar alguna forma de vida por sobre de otra. La felicidad adulta consiste básicamente en un permanente estado de apartamiento de lo pasional, en una querencia del término medio, en la creencia de quelas cosas malas son cuestión de fuerzas que escapan a nuestro control y por lo tanto debemos aceptarlas y superarlas, en fin, y aunque les duela, de descompromiso vital, entendiendo la vida como búsqueda de la felicidad.
Pero lo que deberíamos llamar felicidad, si no nos plegásemos tan habitualmente a los embates y presiones de la vida, no fuésemos tan lacayos, es imposible, aunque en el intento de alcanzar tal imposibilidad radique el atractivo mismo del fenómeno, y aún la existencia de cierto sentimiento fuerte, crispado, de color violento y aroma penetrante y magnífico (pero por esencia efímero) que puede, instantáneamente, ser confundido con esa felicidad inexistente.
Bien que al parecer quienes postulamos este concepto segundo seamos inmaduros, desdichados, románticos, byronianos, gente a la que sólo adorna un caduco atractivo… porque hasta el momento el ensayo ha sido para justificar mi admiración misma por los suicidas, tanto de los que leí como los que simplemente tuve la oportunidad y de conversar con ellos hasta pocos días antes de su decisión. Nosotros los exagerados y finalmente megalómanos, si en lugar de la más visible vía del exceso, de la alienación hedonista y el narcisismo seductor, optamos por la otra vía de la extrema y total renuncia, la de la enajenación, he dicho. Pero inmaduros al fin de cuentas eso es lo que somos todos, inadaptados a la vida… ¿Inadaptados? Creo que nuestro lema trivializando un poco sería: “Caviar o hambre”. Si no se puede alcanzar la dicha máxima, la pasión absoluta, la plenitud de lo sentido y amado, si ello no es posible ¿por qué no aceptar y regordearse con la desgracia, con la caída, en lugar de aceptar lo mediocre, aunque revestido con la túnica del estándar social?
Los icáricos somos, en efecto seres inadaptados a la vida media. Pero ello no quiere decir en ningún modo (como se estereotipa) que nos disguste esa vida. Por el contrario, el amor a la vida, a lo vivo, a la intensa sensación de la vida, es tan fuerte, tan apasionado, tan definitivo que uno se siente traicionado por algo o por alguien al comprobar, frecuentemente pronto, que esa cota de plenitud es insostenible. Y de ese frustrado amor a una vida plena y absoluta brota la elegía. Lo saturniano, tener permanentemente la cabeza en la luna. No de la tristeza, sino del fervor caído. Si bien la tristeza y la soledad son características que nos identifican, no nos definen ni provocan nuestro punto de choque con la realidad.
Así que somos inadaptados a la vida, porque ésta queda muy por debajo de sí misma, o por lo menos de lo que quisiéramos creer de ella. Y quizás porque somos también tercos y valientes, y no queremos, más bien no podríamos resignarnos. Aunque lo hagan todos los demás y tengan vidas prósperas y tranquilas que envidiamos profundamente.
Pero el tema de la inadaptación concluye necesariamente con el asunto del suicidio, (cosa que sólo he vivido en tercer persona), vecino del tema central de la indiferencia. Desde que una personas demasiado cercana a mí decidió voluntariamente abandonar este mundo, no sin antes dejar la estereotípica carta suicida, que nada estereotípicamente me mandó por correo desde el otro lado del mar una semana antes de cometer su acto, desde entonces debo confesarlo, mi interés, incluso mi pasión por el tema del suicidio han ido en aumento. Pero tal vez, nunca he tenido un anhelo, un ímpetu suicida tan claro y desdichado. El caso es que para un inadaptado, el suicidio se convierto en un asunto cimero.
Pero ¿qué tengo que ver yo con el suicidio, remedio para locos, desamparados, desesperados y cobardes? ¿Gerardo suicida posible? Pero es que el suicidio como todo, admite muchos matices. Hay un suicidio pasional, fruto de la desesperación y de la momentánea desgracia, por ejemplo el suicidio de la desdicha amorosa, como el de Manuel Acuña. Un segundo tipo es de quien obra valerosamente sin duda guiado por el honor y el deber, como en el camino del samurái tan mencionado y admirado por mí. Pero el tercer modo de suicidio es a mi parecer el más alto, y el que más me interesa y asombra: el de quien se suicida desde la razón, va madurando y palpando esa idea a lo largo de los años hasta que estalla por sí misma. El suicidio de los insatisfechos con la vida, idealistas impertinentes. El suicidio de Empédocles arrojándose al Crater de Etna, el de Jean Paul Sartre, el de Albert Caraco y el de Heinrich Von Kleist… Yo nunca cometería un suicidio pasional (aunque realmente eso no se puede determinar pues es un momento de exaltación pura), y siempre he rehuido del pesado deber y de las doctrinas estrictas que exigen tu vida, aunque las admiro demasiado. Pero no temo ni me causa ninguna repulsión el suicidio idealista, cuando uno ama la vida que se siente honda y continuamente traicionado por ella…
Vamos de nuevo, siempre me costó entender a los materialistas obsesivos, a los narcisos de los que ya hemos hablado, con su doctrina de “La vida ante todo”. Lo que ocurre es que no todo la vida es vida. Y no todo vivir está a la altura del hombre, en una visión sumamente humanista, ni al nivel jubiloso y estético que un “verdadero” hombre libre ha de exigir delo vivo. Como el vivir cansa, duele y abaja, el suicidio deja de tener su pintura inútil y absurda. Más profundamente, el suicidio como una protesta ante la verdadera felicidad inalcanzable. De ahí que el suicidio se nos convierta a los inmaduros (en el sentido que le di hace unos capítulos a la palabra) en una constante frontera simbólica.

martes, 27 de enero de 2009

El Vuelo De Ícaro Sobre Las Alas Del Samurai

La cultura japonesa es en muchos aspectos diametralmente diferente a la nuestra, los valores familiares y sociales son estrictos y profundamente tradicionalistas, a pesar de ser una de las sociedades tecnológicamente más desarrolladas, filosófica e ideológicamente no han cambiado mucho desde la era Tokugawa, donde se establecieron los dogmas del país bajo la unificación de las familias en una sola nación. Pero más allá de sus preferencias ideológicas hay un aspecto determinado del Japón que siempre he admirado profundamente, el establecimiento de valores trascendentales más allá de la vida, de hecho en el Japón anterior al fin de la segunda guerra mundial y a su doloroso proceso de comercialización, la vida ni siquiera era un valor, era una característica inherente a los hombres, pero que no les da en ningún momento el estatus de humano como ellos lo concebían.
Para la sociedad Nipona aún en estos días sigue habiendo valores más importantes que la vida, como el sentido de “utilidad” social (razón por la que muchos adolescentes se suicidan), el sentido de compañerismo y el ímpetu casi maniático de mejoramiento en la actividad que realizan, podríamos resumir a la sociedad japonesa con un amplio margen autoritario como una sociedad del honor sobre la vida.
Históricamente la imagen de un samurái estuvo más relacionada con la de un arquero a caballo que con la de un espadachín, y no fue sino hasta que reinó una relativa paz cuando la espada adquirió la importancia con la que la relacionamos en nuestros días. En la sociedad actual, la fantasía y la realidad de los samurái se ha entremezclado e idealizado y sus historias han servido de base tanto de novelas, como de películas y tiras cómicas.
Aunque no existe una certeza del origen exacto de la palabra samurái, la mayoría de los historiadores concuerdan en que la palabra tiene su origen en una variación del verbo en japonés antiguo saburau que significa «servir», por lo que el término derivado saburai se convierte en «aquellos que sirven».
El Hagakure o Bushido, es el libro en el que se resume la esencia del samurái. Empieza diciendo: “El Camino del Samurái es el Camino de la muerte, un samurái tiene que amar la muerte tan como temerla, vivir pensando en la muerte todos los días y que está sea el último pensamiento que tenga antes de dormir todas las noches”.[1]
No se trata como pudiera pensarse de una doctrina del suicidio, el suicidio es sólo una característica de esta doctrina, se trata más bien como dijo Tsunetomo Yamamoto, el autor original del Hagakure, de aceptar que todas las cosas mueren y que es necesario dignificar la vida para así poder dignificar la muerte.
Es importante este último punto, la dignidad de la vida, porque es algo que en nuestra moral occidental no se toma en cuenta, bajo la doctrina de la vida a pesar de todo y contra todo, se pone la vida en un rango demasiado alto, en un valor que la hace superar quizás todos los demás valores trascendentales. No es de extrañarse, si recordamos entonces lo que se planteaba en capítulos anteriores a cerca de nuestro reciente Narcisismo, ya que si existimos sólo en función de nosotros mismos y perdemos la capacidad de generar valores trascendentales, es decir que nos superen en nuestra finita existencia, no hay valor más importante que la vida. Más aún el individuo y su sociedad se han vuelto humanistas, en el sentido de que no ven nada más hermoso ni más trascendental que la vida.
Si bien en nuestras sociedades occidentales hay muy pocos suicidios por honor, hay muchísimos por el hecho de que la vida no es satisfactoria, es decir muchísimos suicidas que rechazan la misiva de la vida ante todo.
Si la auténtica y continuada felicidad es inhallable (si el mundo como quieren los cristianos, es un lugar caído, de cuyo carácter participamos los hombres), queda una última pregunta por formularse. ¿Merece la pena vivir si no existe la dicha? La felicidad total no existe, pero su sombra existe y nos queda aún la quimera. No trato de ser vitalista, y como ya vimos en la vida hay momento privilegiados, altas intensidades, crestas de razón y gloria, fuertes focos donde como ya dijimos, todo parece haberse detenido y semejar perfecto. Por tales momentos de belleza, sea cual sea, vale la pena intentar vivir. Porque obviamente nuestro posible gozo está estrechamente unido al intento. Hay que buscar esos instantes de plenitud, el instante que Fausto llamaba: Detente Eres Tan Bello; y actuar en lo demás como si dependiera de nosotros atrapar el sol. Esto significaría entonces convertirnos en Ícaros y Faetontes.
¿Merece pues la pena vivir? La primera respuesta sería, merece claro está y además conviene intentarlo aún siendo conscientes del casi inevitable fracaso, si nos resistimos a caer en el convencionalismo de felicidad confundida con bienestar. Y ello es lo que valora la figura del perdedor genuino. No puede perder quien nunca apostó, quien como la gran mayoría de las personas optó por no arriesgarse a saltar, y mantenerse al margen de las felicidades casuales y efímeras. Pierde quien, despreciando las presiones del medio, las aspiraciones del común y los anhelos del triunfo conformistas y egoístas, da el salto hacia el astro, desafía y probablemente se precipita al báratro. Mas el salto ha sido necesario, porque la caída (tras el leve vuelo de esa felicidad superior) ciñe la corona al príncipe. Si el perdedor es un tipo o un género ilustre, ello se debe a su desprecio por la norma, como dijimos por nuestra era de indiferencia y normalidad, y al salto que efectúa para intentar atrapar una quimera, un imposible. Sea la grandeza misma de la meta o la intensidad de la meta cortamente lograda lo que la destruyan.
Hay personas que viven de esta manera, el riesgo (y no necesariamente su violencia) es el único destino humano que merece la pena ser seguido, en su visión, la vida normal es un castigo inclusive peor que la muerte, resignarse o morir, y eligen el salto, la muerte voluntaria. Esto puede verse como una ridiculez, que estás personas deberían madurar quizás, o quizás necesitan ayuda y terapia, que les falta afecto, y en realidad no, lo que les sobra es expectativas por la vida, lo que les falta, uno nunca sabe, sencillamente la vida misma les falta.
Viven en un continuo y autodestructor esfuerzo por ser felices, hasta que se estrellan inevitablemente con el no poder con el non plus ultra. Y entonces por añadidura la muerte poseerá un sentido, un sentido macabro quizás, morir será un hallazgo, una plenitud, un reposo, un premio, una querida y hasta posible cima. Intentar vivir, comprender y gozar el valor de ese intento se vuelve el significado principal. Porque amar la felicidad ser demasiado positivo y amar el placer o ser hedonistas y egoísta son extremismos.
Entonces llega un punto, la emoción no está en la cima lograda, pues casi nunca se alcanzará realmente y si se hace será una quimera que se disolverá en el aire, lo que vale es el vuelo, haberse atrevido a saltar la línea del conformismo social en el que nos vemos inmersos, y caer, como Ícaro a los mares, porque saben que caerán pero aman la caída, los convierte en desdichados, pero es su última y desesperada forma de ser felices, porque durante unos privilegiados instantes pueden acceder a esa felicidad suprema que nosotros no alcanzamos a comprender en nuestra moral del sufrimiento.
Entre estas dos felicidades la conformista (que es felicidad al fin y al cabo al entrar sanos y salvos a un círculo social donde podemos expendernos y morir después de vidas largas y felices) y la icárica, vivir desechando a la aburguesada medianía, vale la pena intentar vivir, intentar llenar el molde, vivir como un narciso o como un hedonista dentro de la seducción de nuestra época. Por la plenitud o por su búsqueda, pero no a cualquier precio, sin caer en la doctrina del sufrimiento, más bien viviendo acostumbrándose a morir como en el Hagakure, la muerte así no se vuelve un escape de la vida, no un acto cobarde, se suma a la vida y la dignifica.
“He descubierto que la vía del samurái es morir” decía el último de los samuráis contemporáneos, Yukio Mishima. No se trata evidentemente de morir porque sí, no es una incitación al suicidio. Sino de practicar una ascesis espiritual y física en la que pensar en la muerte (porque es evidente que todos vamos a morir) dignifica y ensalza la vida. Para algunos no se debe vivir a cualquier precio, hay que saber morir cuando el momento llega, (¿caída Icárica tal vez?) y no es enfermedad ni decrepitud necesariamente, morir con dignidad y belleza.
La muerte está dentro de la vida y en muchas ocasiones la dignifica, es algo evidente que nuestra conceptualización del “derecho a la vida” nunca revela. Porque vivimos en una cultura donde la muerte requiere discreción, porque sucede todos los días y nos gustaría ser la excepción.
En la muerte como exaltación de la vida no hay asomo de practicidad o cobardía sino una dura y refinada forma de heroísmo.

[1] MISHIM Yukio Hagakure: El Camino del Samurai Ed. Planeta.

sábado, 24 de enero de 2009

La Razón De Los Monstuos

Para continuar con el desarrollo de este tema es necesario retomar una idea que se planteó desde la introducción. La idea de la conformidad. Hemos visto hasta el momento que la vida lejos de ser el arquetipo de realizaciones y expectativas, tiene una visión cruda, no digamos negativa, sino cruda solamente, donde en realidad estamos constantemente desesperados por buscarnos a nosotros mismos, debido a que ya no podemos manifestarnos en los demás y compartir ideales, ya no hay capacidad de cohesión, y hemos pasado a una emancipación donde nos hemos dividido en individuos isla.
En la teoría del desarrollo humano se habla de un punto en que el adolescente, después de su trágico y siempre radicalista encuentro con el mundo adulto, debe determinar su función social y acepta los estándares y normas de la sociedad misma en la que se desenvuelve, en complejos ritos de iniciación establecidos culturalmente. En nuestra cultura occidental con su economía liberal, la introducción de un individuo a la vida adulta es determinada principalmente por su capacidad de autosustento. Como se dice coloquialmente, hacerse responsable de sí mismo, pero básicamente, mantenerse económicamente. Independizarse del hogar paterno.
En los parámetros de la misma teoría de desarrollo, este proceso es el proceso definitivo, el paso de la adolescencia a la adultez. Sin embargo yo no me atrevería a decir que esto necesariamente es cierto, en realidad no se ha demostrado un proceso de maduración psicológica divisible entre la adolescencia y la adultez. Esto nos enfocaría a decir que en realidad todos somos adolescentes, y que la adolescencia por lo tanto es una etapa que nunca se supera realmente. Sin embargo estamos comprometidos en una sociedad, donde tenemos que asumir un rol ya sea voluntario o impuesto. Adolescentes con roles adultos, sería más parecido al resultado final que está aceptación social provoca.
Esto último es importante porque significaría que en muchos grados la vida nos somete y en todas direcciones se nos pide, o más bien impone y exige que rellenemos determinados moldes y nos volvamos parte de determinados arquetipos. Todo esto no es necesariamente terrible a pesar de su sublime arbitrariedad, es parte de los requisitos que un ser tan complejo y autodestructivo como el ser humano ha establecido para poder vivir en una aparente armonía. Aceptar tu rol social y desenvolverte en una sociedad determinada, ya no como antes para el mejoramiento y progreso social, sino para no convertirte en un lastre, ser útil por lo menos para ti mismo y mantener las relaciones “serviciales-económicas” con tus semejantes, esos son los requisitos que enfrenta el adolescente que espera, pertenecer.
Cometemos un error entonces al esperar que todas las personas puedan entrar dentro de este perfil, creemos que necesariamente todas las personas deben aceptar los rolos impuestos o voluntarios, porque nosotros mismo los aceptamos. No vemos en realidad que aceptar un rol no sólo implica tener una función social determinada, sino implica estar de acuerdo con las visiones paradigmáticas de nuestra sociedad, aceptar la vida misma como la medianía.
Hay personas que no entrar precisamente en este estándar de aceptación de la vida, inadaptados sociales quizás, pero más que eso, soñadores, son personas que ya sea, estéticamente, económicamente o ideológicamente esperan algo más de lo que su realidad constantemente les ofrece. Sus perfiles son bastante variados, van desde filósofos inconformes como ya lo vimos en el primer capítulos, escritores soñadores como sería el caso de Lord Byron, artistitas incomprendidos o sencillamente personas cuya sensibilidad natural no les permita sencillamente aceptar “que la vida es muy dura y cruel con pequeños momentos felices que la hacen valer la pena”. Pareciera que no pero básicamente así concebimos la vida, se nos adoctrina para aceptar y tratar de superar nuestras limitaciones, y para que todo aquello que nos oprime (y muchas veces demasiado) que este fuera de nuestras capacidades cambiarlo, debemos aceptarlo.
La vida ante todo y sobre todo, lo que debemos aceptar como cierto y debemos como ya dije en la introducción, aguantar. Es una filosofía que deriva de nuestra moral occidental, altamente cristiana, donde no hay valor más importante que la vida, y no hay nada más irremplazable que el individuo, esto es muy bueno en ciertos sentidos, pero también nos proyecta en una cultura del sufrimiento, del martirio.
Nuestra cultura y nuestra “declaración de los derechos humanos”, nos imponen la vida no ya cómo un derecho sino además como una obligación, nada por encima de la vida, por lo tanto privan al sujeto de una de las capacidades más importantes de elección, la de su vida misma. Pues ideológicamente la declaración de los derechos humanos propone la igualdad entre los hombres y que ningún tercero pueda decidir bajo ninguna circunstancia el derecho o no a la vida de un individuo, pero esto a su vez separa al individuo de su derecho ancestral a acabar con su existencia.
Quiero abordar más profundamente nuestra ética del sufrimiento obligatorio. El cristianismo, que querámoslo o no es la base filosófica de nuestra cultura occidental, sus valores de caridad, humildad, honestidad, unión monogámica, valoración de la virginidad, entre muchas otras reglas sociales, estableció esta ética del sufrimiento. Bajo la justificación de que hay que ser humildes y resignados, es decir aceptar abiertamente los designios de Dios y entender que nuestro sufrimiento en esta vida será recompensado en la siguiente si somos buenos. Independientemente de la creencia o no en Dios y la siguiente vida, el cristianismo estableció una dogma mucho más profundo, que nuestra vida no nos pertenece enteramente y que el sufrimiento debe ser aceptado con resignación, no como un equilibrio como en la filosofía oriental, sino como un castigo necesario.
Es decir, nos enseñaron a aguantarnos ante todo, pero si nuestras vidas no nos pertenecen ¿entonces a quién? Si no tenemos derecho a decidir sobre el rumbo de nuestras existencias ¿entonces quién lo tiene? De ahí muchas filosofías extremas han adoptado diversas respuestas, pero la verdad es que en nuestra visión cosmogónica del mundo, ese espacio quedó en blanco, ¿quién tiene derecho sobre mi vida si yo mismo no lo tengo?
Eso no significa que en todas las culturas sea de esta manera y en realidad hay sistemas de valores mucho más avanzados que el nuestro, donde la vida no puede estar sobre todas las cosas porque evidentemente hay cosas más trascendentales que la vida, como el honor, la fe, la amistad, la familia. En realidad fuera del Cristianismo la cultura humana siempre ha apoyado el suicidio como un acto que dignifica la vida del hombre. Las tragedias Griegas siempre fomentaban que el valor de la vida siempre se veía opacado ante la gloria, la amistad y el amor. Pero de entre todas estas culturas, específicamente hay una que me gustaría abordar.

jueves, 22 de enero de 2009

In The Desert You Can't Remember Your Name

Aterrizar la idea de felicidad nos conduce entonces a esto que estamos a punto de concretar, que la felicidad no importa en lo absoluto, realmente ya no se persiguen ideales. En el mundo a la carta, las ideas de revolución, de cambio, quedan desprovistas de significado, quedan vacías, por lo tanto en el crepúsculo nihilista, el vacío ya no significa la nada, el rechazo, simplemente asemeja un desierto, carente de vida, en esa concepción tienen los posmodernistas a las sociedad moderna. ¿Qué vacío exactamente? Un vacío en los sistemas de valores, tanto políticos como sociales, el proceso frenético de personalización, es decir los individuos abandonan y se auto-destierran de las sociedades y todos los compromisos sociales, y se sumergen en una nueva etapa conocida como “El Narcisismo”.
Toda sociedad tiende a buscar una figura mitológica, con la cual identificarse sociológicamente que reinterpretan en función de los problemas del momento (Lipovetski). Las sociedades se han refugiado en diversas figuras, Edipo como emblema universal, Fausto, Aquiles, Ícaro, y nosotros nos hayamos reflejados en el espejo de Narciso. Narciso como símbolo de la individualidad, como la compulsión obsesiva por uno mismo. Encontrarnos en nosotros mismos, dentro de nosotros mismos, limitados por los espacios expansivos de nuestra nueva “conciencia”. Buscamos en todo momento esta nueva ola de psicologización.
[1]El individuo se convierte entonces en catarsis de sí mismo, está en constante cambio, en esta moda de “la introspección”, pero en un cambio nulo, que carece de relaciones con los demás, el individuo rehúye de los demás por lo tanto no cambia en función de una mejora social, sino en una hiperinversión, para sumergirse dentro de sí mismo. Por eso actualmente las modas tienden al psicoanálisis, a las terapias personales, al equilibrio de las energías del cuerpo, el mejoramiento físico y espiritual, “sentirse bien consigo mismo” se ha vuelto el aparato relacional de las personas. “I have to love myself enough so I don’t need anyone to love me”. La última frontera del Narciso ha sido superada, nos hemos convertido en el Narciso absoluto, únicamente en función de sí mismo, se puede vivir sin un sentido, no preocuparse por el sentido “trascendental” de la vida, únicamente en función de nuestras necesidades y nuestras aspiraciones, siempre prefabricadas por las expectativas del mass media, por lo que generan sobre nosotros los medios, mientras más libertad psicológica ganamos, es decir, ser quien nosotros queremos ser, perdemos más libertades mucho más esenciales, cómo la capacidad de elegir.
En una primera opinión podríamos pensar que en realidad vivimos lo contrario, una época de opciones, de una constante seducción (Lipovetski). La seducción como una invasión del mass media, en una época globalizada, donde las fronteras políticas y sociales, territoriales y culturales, son simples simbolismos, ruinas de un pasado de una sociedad colectivizada y nacionalista, podemos fabricarnos a nosotros mismo, y los comerciales nos anuncian un Té verde con un sujeto haciendo Tai-Chi con un estereotípico maestro Chino, mientras el slogan anuncia “Libérate”. Y esa es precisamente la cuestión, una construcción de lo que queremos ser, a la carta, pero olvidamos que la carta siempre la establece alguien. No es una “alienación marxista” ni la aflicción de la “bancarrota del sistema”, porque eso implicaría que estamos evolucionando hacia una unificación social, que derivaría necesariamente de una revolución obrera. Pero eso no pasa y nuestra sociedad se encuentra demasiado alejada de los ideales revolucionarios, políticos en general, ya no digamos un interés por el cambio, un compromiso con el futuro.
Lo que vivimos no es la tragedia nihilista, ni la alienación marxista, lo que vivimos es un estadio puro de indiferencia. No una indiferencia como podríamos pensar, como una nada, un vacío propiamente, sino más bien como un desierto. Una revolución interior, una obsesión como ya se ha señalado por uno mismo, por lo único finito e irremplazable que tenemos, nosotros mismos, y entonces nos disgregamos, nos separamos de todo aquello que obstaculiza nuestra comunión con nosotros mismos, una despedida a los uniformes, a los ideales nacionales, a las problemáticas sociales, todo lo que no nos atañe directamente no nos interesa de ninguna manera, aún si recibimos las consecuencias indirectamente, no logra mover un ápice de nuestra voluntad. Ante la crisis, la guerra inminente que presentimos y vivimos en la “sociedad del fin del mundo”, no nos sentimos hostigados ante la idea de un derrumbamiento de la civilización, lo que nos aterroriza en realidad, es la pérdida de nuestras comodidades, y por lo tanto nuestro espacio de encuentro con nosotros mismos.
Una sociedad apocalíptica señalaba Caraco, no en el sentido de que realmente se acerque el fin de los tiempos, sino qué más que en cualquier otra época tenemos una obsesión con el fin del mundo, en cada década se asegura llegará el fin de los tiempos, y los medios tanto televisivos como cinematográficos y escritos no hacen más que reforzar está aflicción por el fin, está fascinación por la inminente destrucción masiva. ¿Por qué? Sencillamente porque nos gustaría que eso en realidad sucediera. Hemos perdido la noción de “los demás” como iguales. En la época de la igualdad de derechos, de que todos somos iguales, más egoístamente nos arraigamos a que nosotros somos diametralmente opuestos a la masa, cuando la masa en sí misma ya no se mueve en una sola dirección, sino en una compleja serie de direcciones microsociales, o inclusive de individualidades moviéndose no en una dirección precisa porque eso implicaría una conciencia del sentido, sino más parecido al movimiento histérico y aleatorio de un enjambre de abejas. Es decir que nosotros tratamos de separarnos de la masa en un desesperado intento de personalización, al igual que todos los individuos de la masa piensan de la misma manera, entonces lejos de ser una masa, nos pareceríamos más a un remolino de arena, caracteres individuales que dan la apariencia de ser homogéneos, de moverse socialmente, cuando realmente ya la sociedad sólo se sostiene por el compromiso de que nos necesitamos unos a otros para poder mantener nuestro bienestar individual. Por eso mismo decía que ansiamos el fin del mundo, esté fin a nuestras forzosas relaciones con los demás, que todo se acabe. Mientras que a su vez, entendemos que tarde o temprano hemos de morir, y la idea que el mundo continuará sin nosotros se nos hace insoportable, y desearíamos que el mundo acabara con nosotros, “para no perdernos nada”.
De este modo la autoconciencia ha substituido a la consciencia de clase, la conciencia narcisista substituye la conciencia política, substitución que no debe interpretarse ni mucho menos como el eterno debate sobre la desviación de la lucha de clases. El narcisismo por su autoabsorción, permite un abandono total de la esfera pública y por ello una adaptación funcional al aislamiento. A la soledad.
Volvamos a la idea de felicidad, como vemos, está idea nos obsesiona más que nunca, en nuestro descubrimiento de nosotros mismos, chocamos la mayor parte del tiempo con la idea de que en realidad no somos felices. Pero la felicidad que buscamos va precisamente dirigida a la búsqueda de nosotros mismos, a la libre complementación de nuestra verdadera naturaleza. Para ponerlo en palabras más simples, entre más nos obsesionamos con la idea del bienestar de nuestra persona, buscando en nosotros mismo la felicidad perdida en el proceso de indiferencia social, menos encontramos algo dentro de nosotros y nos enfrentamos al vacío mismo. Entonces repetimos la pregunta en el desierto… ¿Quién soy? Y no hay respuesta, no hay nada en el desierto, ni siquiera nuestros nombres.
[1] Proceso según Gille Lipovetski en el cual el hombre limitado por su “psi”, libertad personal, expansión de la conciencia, llega a un punto de estancamiento donde es incapaz de enmanciparse con la colectividad, donde pierde un sentido de identidad social, por lo tanto se refugia dentro de sí mismo como única forma de enfrentar su vacío social.

miércoles, 21 de enero de 2009

Brevario del Caos


En 1949 el filósofo y sociólogo checo Albert Caraco, publicó uno de sus más famosos libros en el que una serie de párrafos y anotaciones resumían el trabajo de su vida. Brevario del Caos[1] es un libro posmodernista, con la decadencia que esta tendencia filosófica ve en el mundo, Caraco nos narra agriamente la visión de un mundo que en realidad no es más que la escuela de la muerte, los seres humanos atraídos incesantemente hacia la muerte como las polillas al fuego, y la vida misma podría tomarse como este fuego, la vida misma nos arraiga a ella, por alguna luz que nos encanta. Inclusive el filósofo, Albert Camus llegó a pensar en el hombre como animal suicida, o a plantear que la verdadera libertad del hombre yacía en el simple hecho de poder terminar voluntariamente con su existencia. ¿Voluntad? ¿Libertad? ¿Animales Suicidas? Para nosotros todo esto nos suena a una voluptuosidad anímica, un estado que sólo los filósofos parecen capaces de comprender. Un montón de locos que tienden al suicidio, los ejemplos entre ellos sobran, desde Sartre, el mismo Caraco, y si nos vamos más atrás llegaríamos hasta Sócrates quien tomó voluntariamente la cicuta, y todos ellos giran alrededor de un mismo perfil ¿Ser filósofos? En realidad no, en su ensoñación, y no me refiero al sentido más literal de la palabra, no vivir soñando, más bien hacer de la vida su verdadero y profundo sueño.
Antonio de Villena lo señala muy bien en su libro titulado “La Felicidad Y El Suicidio”
[2], e inclusive nuestra psicología actual parece estar de acuerdo, las personas que se suicidan son necesariamente infelices, pero ¿es acaso malo ser infeliz? Y sobre todo ¿qué es la felicidad? Todos concordamos en que la idea de felicidad debe partir necesariamente de la idea de bienestar, y que ésta a su vez abarca cosas simples como salud, trabajo, estabilidad económica, auto aprecio, confianza y sobre todo una inquebrantable voluntad, cosas que en el mundo del ser humano son muy poco comunes, y cuando se encuentran son meramente temporales. Y sin embargo estaríamos cometiendo un error terrible al pensar que la felicidad debe ser un estándar social.
Dentro de la psicología y me refiero a esta ciencia (pese a la justificación previa en ensayo) por ser una de las ramas sociales que más se ha enfocado a comprender este fenómeno, y no podemos apartar la idea de suicidio sin una comprensión psicológica genera el mismo; bien en dicha ciencia se clasifica a un suicida con características un tanto monstruosa depresivo, compulsivo, obsesivo, psicópata, en general como alguien que es peligroso tanto para sí mismo como para quienes le rodean, y hemos llegado a pensar precisamente que es así, que las personas suicidas, son cobardes, que buscan la manera fácil de acabar con los problemas, ¿necesariamente? ¿Es fácil tomar la resolución y quitarse la vida? Acostumbrados como estamos al estereotipo del oficinista atrapado en deudas impagables, sin empleo y abandonado por su familia, entonces decide colgarse o darse un tiro; o quizás visualizamos al adolescente drogadicto, ignorado quizás por el oficinista antes mencionado, botado por la novia, que siente que su pequeño mundo se le viene encima, entonces da la estocada final, y se corta las venas, o sencillamente se toma un frasco de pastillas y luego se encuentra más tarde en su cuarto, ante la increíble tragedia que aparece unos minutos en las noticias. Estamos quizás, tan aterrados ante la idea de que alguien acabe con su vida, que sentimos la necesidad de estereotipar inclusive aquellas muertes, es más fácil comprenderlo desde la perspectiva de que son casos de gente que huye de la vida y con esto superamos nuestra interna consternación ante algo que nos parece aborrecible y que juramos realmente nunca haríamos. Pero nos sorprendería saber que ese tipo de suicidios, de desesperación, o por depresión sólo suceden en 3 de cada 10 casos de suicidio. Y en realidad no son personas insignificantes las que se suicidan como pensamos, seres que se quedan atrapados en la ratonera de sus infiernos personales, realmente el perfil de un suicida va mayormente dirigido a lo que planteaba en un principio, una persona infeliz, pero no en el grado mezquino que llegamos a darle a la palabra.
Primero que nada habríamos de ajustar el concepto de felicidad, algo atrevido, imposible en muchas maneras, Camus ya había señalado que la felicidad debía ser el problema supremo de la filosofía. Yo tomó el ejemplo de Jorge Luis Borges, un hombre erudito en todos los sentidos, un verdadero monstruo de la literatura hispana y más profundamente de la literatura mundial. Borges quedó ciego a los 57 años por una miopía y astigmatismo demasiado avanzados (en su época no existía el milagro del láser) pero vivió a hasta los 89 años. Esos son 32 años de ceguera, para alguien que vivió de escribir y leer, debió significar el infierno encarnado. Un suplicio que sumergió a Borges en la profunda depresión, tanto que no publicó nada en cerca de 6 años. Un hombre con una aguda inteligencia, una prosa indomable y un verso inaudito, vivió deseando la muerte toda su vida, pero el poema Si Pudiera Vivir Mi Vida Otra Vez, publicado en una célebre revista literaria mexicana dirigida por el maestro Octavio Paz unos meses antes de la muerte de Borges, señalaba un perfil diferente, si bien Borges había sido desgraciado, privado de su elemento de trabajo, sumergido en las tinieblas, en realidad en sus últimos momentos, hace una confesión inesperada.
Un hombre del perfil de este monstruo fue galardonado con la mayoría de los premios de literatura existentes, su libro El Aleph y El Libro de Arena son hasta la fecha obras insuperables de la literatura hispana contemporánea, a lo que me quiero referir es que Borges pese a su ceguera, llenaría el perfil de un hombre que pudo hacer de todo en su vida, piedra angular de una nueva generación de escritores, podríamos decir que tuvo una vida feliz, se definimos felicidad como logro de las metas propuestas, prosperidad y fama bien adquirida. Sin embargo él mismo confiesa en su poema El Remordimiento: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. Y plenamente consciente de lo que estaba diciendo Borges plantea este problema básico ¿un hombre, sabio, exitoso, culto, inteligente debería ser feliz? Más adelante en el poema nos responde esta pregunta: “Mi mente se aplicó a las simétricas porfías del arte, que teje naderías”. No, es la respuesta rotunda y seca, el éxito, el saber, la inteligencia no hacen al hombre feliz, más bien parecen obedecer a una misiva contraria, llegaríamos a pensar que no hay genios felices, o mejor dicho, la felicidad está demasiado alejada de la genialidad. La felicidad debe entonces necesariamente ser ignorancia o pertenecer a un término intermedio, yo apoyaría más la última opción, los términos intermedios.
No pretendo en ningún momento tratar de argumentar lo que estoy a punto de plantear con estos ejemplos tan particulares, pero el ensayo filosófico implica el establecimiento muchas veces de tesis arbitrarias y generales.
La felicidad es, necesariamente, inalcanzable, nadie puede ser feliz. Tal vez ahora leyendo estás líneas se les puedan ocurrir una infinidad de argumentos que señalan en mucho momentos felicidad, pero es ahí precisamente donde puedo empezar a cuestionar la felicidad, momentos de felicidad, instantes, paraísos que parecen alejarnos del tiempo, lo que Paz llamaba “los momentos donde el tiempo se detiene” o Márquez diría tal vez “los momentos que nos roban el aliento”. Como quiera que se ponga, están de acuerdo en una cosa fundamental, la felicidad es entonces más bien definida como momentos felices, finitos, irrepetibles, por lo tanto intangibles, nadie puede poseerlos, si bien el adjetivo feliz se da con mucha facilidad, el concepto pleno de felicidad, es un tanto más complejo. Además en la serie de momentos felices que seguramente pensaron, habría una pregunta fundamenta que hacer. ¿Qué es lo que me hace feliz?
Los hedonistas son los filósofos que buscaban el principio del placer, es decir llevar una vida de dejación, quitarse todas las ataduras que impidieran “hacer lo que uno siente”. En el libro de Rebeláis, Gargantúa y Pantagruel, Pantagruel entra a un templo donde la única regla está inscrita en un letrero a la entrada, “Haz lo que quieras”. Esperaríamos encontrar dentro del monasterio un caos total, parecido a esas sociedades anarquistas del fin del mundo, pero Rebeláis con su incansable sentido del humor nos sorprende mostrándonos una sociedad organizada y pacífica, que obedecían a su única y sagrada ley, hacer lo que les venía en gana, actividades deportivas, sexuales, recolección, siembra, todo en un orden que parecería antinatural de la anterior enunciación que nos proponía Haz lo que quieras. Yo no pienso como Rebeláis, y diría que ante un letrero semejante las personas se quedarían estupefactas. Haz lo que quieras, sé libre, pero en realidad no seríamos completamente felices en el monasterio de Rebeláis, es más estaríamos lejos de ser felices, porque hacer lo que quieras, lo que realmente quieres implica un principio básico, saber qué es lo que se quiere, y realmente esa es una de las problemáticas de nuestra vida contemporánea, hemos bien cierto ganado muchísima comodidad, pero hemos perdido mucha espontaneidad en el proceso.
Un terrible estado en el que somos sólo mecanismos, obedecemos a patrones y fórmulas sociales complejas, pero que muy en el fondo tienen un funcionamiento casi automático, más parecidos a una calculadora que a una computadora. Los hedonistas tenían su forma de liberarse, su desapego con lo moral, con las cadenas del pensamiento recto. Pero lo que nos ata a nosotros es quizás mucho más siniestro, mucho más pesado para sencillamente quitárnoslo de encima.
Esa es la realidad de cientos de miles de seres humanos, autómatas atados, y no es que yo quiera reiterar lo evidente desde Marx y Nietzsche, que somos autómatas, esclavos del sistema económico, seres sin voluntad, hommo ludens. En realidad evidentemente somos más hedonistas de lo que pensamos, lo único que nos importa es la obtención del placer, y que sea inmediato, nuestra sociedad y visión del mundo gira en torno a lo finito, a lo agotable y por lo tanto a las ansías incontenibles de tener. No tener por el hecho de hacer, tener por el llano hecho de tener. Vivimos pues en la época de la más profunda de las indiferencias. El hedonismo más que placer, predicaba la indiferencia, no preocuparse por nada, que todos siguiera su natural curso. No tan alejados estaban de la filosofía de Lao-Tsé y su Tao Tse King, que consiste precisamente en abandono, en renuncia, en entregarse completamente a una vida de indiferencia.
Podemos ver bien entonces que el suicido se hace de cierta manera “incompatible” con nuestra nueva era de la indiferencia (Lipovetski)
[3]; precisamente por su solución radical, trágica, su inversión extrema de la vida en la muerte, su desafío, el suicidio sencillamente ya no coincide con el laxismo moderno. Para seres que vivimos bajo el principio del placer, atomizados por la seducción del mass media, por esta nueva y compleja a la vez que simple, vida á la carté,[4] no tomamos resoluciones nihilistas, “mejor ninguna cosa que cualquiera” , en realidad no importa mucho, siempre podemos comprar estos momentos felices, los ofrecen al por mayor cada cinco minutos, cada instante es un alejamiento de la colectividad, por lo tanto una pérdida en el sentido de la vida, un sin sentido completo, porque la vida se ha transformado en un desierto donde ya no recordamos nuestros nombres.
[1] CARACO, Albert Brevario del Caos Ed. Sexto Piso México 2008
[2] VILLENA, Antonio La Felicidad Y El Suicidio Ed.Braguera España 2007.
[3] LIPOVETSKI Gilles La Era del Vacío Ed. Colectivos Anagrama México En Apoyo con CONACULTA.
[4] Lipovetski plantea en el primera capítulo del citado libro, titulado la Seducción Continua, que el hombre posmoderno a diferencia de lo que se pudiera pensar debido a la liberación de los rigores tradicionales y los sistemas autoritarios, ha generad menos libertad que anteriormente, al hecho de que se estructura a sí mismo a partir de la elección que los mass media van colocando para su realización personal.

Sobre El Suicidio

Abyssus Abyssum Invocat – Ovidio –

La vida definida como la propiedad inherente a algunas cosas en el universo, como una fuerza dinámica y finita, aquello que permite a los objeto cobrar determinada actividad anímica, que lo separa durante un lapso corto de tiempo de la inactividad coercitiva que todos los objeto abióticos del universo poseen, es una conjetura, demasiado evidente para ser cuestionada, demasiado efímera e insignificante para ser tomada en serio. La vida es quizás el fenómeno hasta la fecha conocido, más inexplicable y complejo, fenómeno al que estamos sometidos los seres humanos, a la sin razón de la existencia como diría Ciorán[1]. Entonces dentro de la vida y sus múltiples e inusitados vaivenes, surge la cuestión elemental y hasta el momento tabú dentro de nuestra sociedad, la manera en la que se deba acabar con la misma.
En la misiva de que todos invariablemente habremos de morir tarde o temprano, hay quien llega a pensar que sería 100% mejor acabar voluntariamente con nuestra vida, elegir el momento justo de la muerte, sin importar las razones la idea de que alguien pueda terminar voluntariamente con su existencia nos suena en un primer plano a una locura, una corrupción de nuestro pensamiento, una depresión tan profunda, tan lacónica que el individuo pierde inclusive el instinto de auto conservación.
Ahí mismo cae el primer argumento que clasifica al suicidio como un acto inhumano, “el instinto de auto conservación” al ser evidentemente que alguien que acaba voluntariamente con su vida, ha superado todos los instintos y vínculos materiales que le apegan a la vida, y si lo vemos algo poéticamente ha alcanzado la plena libertad, ya bien ha superado una de sus condiciones humanas, la de el instinto que lo arraiga a la vida.
Sin embargo hay otro vínculo que quizás nos arraiga más fuerte al mundo que todos los instintos e ideologías románticas de la vida. Las otras personas, nuestros seres queridos, porque aún las personas más desdichadas muchas veces tienen personas que los rodean y que en grados diferentes se interesan por ellas, simplemente desde el hecho de que no estamos completamente solos, y todos tenemos un linaje familiar, nos desenvolvemos en determinados círculos sociales y trabajos en áreas de contacto humanos, esto señala como evidente la existencia de vínculos humanos. Pero se comete un error principal con este contra argumento, no es la falta de compañía o la soledad en el sentido literal de la palabra como aislamiento, la que impulsa a los suicidas, digamos que la soledad nuestra, que implica la privación de la compañía del otro, no es la soledad de los suicidas, su soledad es quizás mucho más sublime, más poética que la nuestra, es una soledad interna, un hueco permanente que los desajusta del paisaje de la vida, sea gris, rosa o incoloro como cada quien lo perciba.
En la declaración de los Derechos Humanos se enuncia: “Todo hombre tiene derecho a la vida”. Pero hasta qué punto esto es verdaderamente cierto. Hasta qué punto puede el mismo derecho que uno tiene a vivir, darle derecho a decidir el rumbo de su vida, y este derecho incluiría el momento donde alguien piense que la misma deba terminar. Es entonces cuando salen al ataque todas las defensas humanistas, religiosas y psicológicas, y todas gritan a una sola voz: “El Suicidio es Malo”. De ahí que la enunciación de los Derechos Humanos pierda todo sentido: “Todos tenemos derecho a la vida, pero tenemos la obligación moral para con los otros de conservarla a pesar de todo”.
A pesar de todo, y esa es la sentencia final con la que juzgamos a los suicidas como monstruos cobardes, bajo la siempre egoísta visión de “si yo debe enfrentar mis problemas, si yo debo sufrir los vaivenes de la vida, ¿por qué el sí huyó? ¿Por qué el sí pudo escapar?”. Cometemos ese error narcisista de juzgar el mundo entero proyectándonos en él sin entender que muchas veces hay personas que aman demasiado la vida, personas que no pueden estar conformes con su realidad como todos nosotros, y digo conformes en el más amplio sentido de la palabra, personas que como ya dije, no encajan en el cuadro de la vida, ellos son los verdaderos suicidas.
[1] CIORÁN, Michelle Emil Ese Maldito Yo Ed. Tusquets 2006 México.

miércoles, 14 de enero de 2009

i-WASTE


Y se acerca un sujetillo por la calle y me dice en un tono folklórico del buen mexicano... WEY, TÚ ERES MÚSICO EDA?... Yo lo miré con cara de, trata de no mirarlo con ninguna cara despectiva... Si, o eso pretendo... y entonces el invidivuo este, que ere un niño de 13 años compañero de clases de mi hermano me dijo... ENTONCES ¿POR QUÉ NO TIENES UN iPOD?... Y le agradezco y dedico este post de hoy...


iPOD pequeño aparato (que antes no solía ser tan pequeño) que sirve para almacenar y reproducir música, al igual que archivos de video e imágenes, la manera en la que lo hace para quienes jamás se lo habían preguntado es la siguiente, el invento del no diré hombre moderno, háré honor a Lyotard a Senett y a Lipovetski y diremos, hombre posmoderno, ha logrado simplificar la música... el MP3, ¿y qué es eso de MP3? Sencillamente es un formato de archivo que elimina todo lo que supuestamente (no escuchamos directamente) de la música que a nivel de datos ocupa mucho espacio y reduce a la música a lo primigenio o meramente indispensable, es decir, corta la calidad de lo que se oye para lograr hacer los archivos más pequeños y poder almacernarlos en mayores cantidades... no se diga del MP4... Pero después de esta perorata yo me pregunté... ¿tener o no tener un iPOD? La economía es estricta, cruel y realista, no hay dinero para una aparato de esos, pero admitamoslo, esas minibestias se han hecho bastante accesible y si me voy a la fayuka chance consigo un iPOD Nano en 1,000 varos, robado claro está... pero realmente ¿me atrevería a hacerle eso a un semenjante? ¿Fomentar el robo del aparato vital, del nuevo órgano externo de la juventud? Entonces hay que sacar más argumentos, y como músico lo primero es la música, bueno después del alcohol y las mujeres, pero como eso de que uno es straight edge, entoces lo primero es la música...

Si ahora sé que el iPOD y toda su grandiosidad le quita calidad a lo que escucho, por ejemplo no se oyen ni el bajo, ni los arreglos de guitarras en segundo plano, que los músicos pasan horas quemandose el jopo para poder darle el toque final a su creación, pero llegá Apple y dice, esos toques finales ocupan muchos bits, en megas, en gigas, mejor, suprimirlos. Pero no importa lo importante es llevar la música conmigo ¿qué no? Porque todos amamos la música y no podemos vivir sin ella, JA, JA, JA, JA, la amamos, NO, la compramos, y no podemos vivir sin ella, tampoco, no podemos vivir enfrentando nuestro alrededor, nuestro ruido interno (leer el post de abajo) Esos apéndices fueron la salvación de nuestra era, música para todas partes, porque todo tiene que llevar ritmo, todo tien que fluir a nuestro ritmo personal, todo lo que nos rodea debe incluir nuestro soundtrack egoista y arbitrario y ahora cualquier vicioso con 1,000 varos es un melómano, y cualquier niño que jugó guitar hero es un guitarristas... Pero no satanicemos tan hermoso y estético aparato, pasemos a lo siguiente...

La economía está indecisa, la moral no me lo permite, y la música se sintió indignada de que tan siquiera le hubiera hecho la pregunto, así que pasemos con la siempre lambiscona, comodidad. Es bien cierto que el iPOD me permite cargar, dependiendo de lo que esté dispuesto a pagar (exactamente como las putas) de 2,000 a 25,000 canciones, y quizás el próximo mes saquen el iPOD de 150GB o que sé yo, en baja calidad musical, y otros como 150 archivos de video y si me da la gana ponerme intelectual, por qué no visitamos el nuevo i-books, para libros virtuals aunque ahora sólo los hay en inglés... Entonces adiós a las mochilas con libros, y discos, y hola a la era donde todo cabe en la palma de mi mano (complejo fálico del inventor del iPOD), porque en mis tiempos entre más grande mejor, pero en mi nueva era de lo light, del be yourself, del self-service, lo importante es la cantidad y por supuesto la comodidad. Oh bendita compañía Apple que me has facilitado la vida. Pero hablando de comodidad, me di cuenta que el jodido iPOD no es tan cómodo como lo pintan, veamos sus... jajaja... downsides... El cargador con el que viene sólo se conecta a la computadora, así que ecológicamente tengo un remordimiento muy grande, doble gasto en amperes, y si quiero irme a escuchar música al bosque, me veré en aprietos... para poder subirle música a mi iPOD requiero un I-tunes y toda una serie de pasos incómodos que según me han dicho toma como 30 hora subir 10 canciones, y en los videos todo mundo concuerda que es toda una proesa... luego el aparatito me confunde, su botón slide para subir el volumen girándolo, y que no se ni cómo se apaga, y el estres de que como está tan pequeño luego lo pierdes, o te lo roban (para que alguien lo consiga en la fayuka a un módico precio de promoción) o de plano lo pisaste... No ni es tán cómodo que digamos, además esos audifonos leí en un artículo de National Geographic que desarrollan las infecciones en el oído y me dejaran paulatinamente sordo en menos de 10 años, además de provocar migraña y otros desordenes del sueño... no, tampoco por ahí le llegue al i-POD...

Ni la comodidad lo apoyó, pero pues veamos antes de descartar esto, quedarme sordo como músico es un riesgo que no puedo afrontar, aunque en la era de la tecnología, ¿cuántos años tendré que esperar para poder volver a oír por medio de nanochips? Dicen además que para que el iPOD se adapte a tu estilo de vida venden un montón de suplementos para el mismo, que aparte del precio del aparato, son como otros 2,000 por el estuchito, el enrolla audífonos, el portaiPOD brazalete para lo que hacemos mucho deporte... etc...

Veamos las frías y confiables finanzas quizás ellas me apoyen, un iPOD funcional (en lo que sacan nuevas conexiones que lo haga obsoleto) y con mínimo una capacidad para 5,00o canciones pa'que valga la pena, me saldría en unos 2,000 pesos y gracias los programas de seedes, y feeders, de share-to-share y demás piratas de la red puedo llenarlo con relativa gratuicidad, ya que en México el gobierno no te persigue por bajar música ilegalmente (pero pagamos las pérdidas de las disquerasd con nuestros impuestos, sino revisen la reforma a la los derechos sobre productos comerciales del 2003) Al fin... yo no pago impuestos... aún... y suponiendo que tenga laptop o algún otro computador con un procesador actualizado, de windows XP para arriba, que también lo puedo conseguir pirata en 50 pesos !VIVA MÉXICO LADRONES!, y si quiero el cargador para conectarlo directamente a la toma de luz para no dañar la ecología, otros 1,200, y luego si quiero el adaptador para poderlo escuchar en el coche, otros 700, y se me olvidaba el repuesto de audífonos porque esos ni duran, otros 600. Tenemos entonces 4,600 hasta ahora. No es tan caro, suponiendo todas las ventajas que ofrece... ¿cuáles me pregunto yo? El estatus de decir... WEY YA ESCUCHASTE A DOWNSIDE?¿ n0... LO TRAIGO EN MI I-POD.


Lo siento Apple, y su basura, me temo que por el método de eliminación su producto es un total desperdicio que ayuda al ensimismamiento de los invididuos masa, pequeño Beto espero que si aprendees a leer algún día y dejas de cocerte los oídos con tus audífonos y tu música barata y fabricada para escucharse bien en formato mp3, esto responda tu pregunta, NO NO TENGO UN IPOD, PORQUE PRECISAMENTE AMO LA MÚSICA, LA HAGO, LA PRACTICO, LA APOYO Y LA COMPRO... AMEN