lunes, 9 de noviembre de 2009

ELEGÍAS DE DUINO - RAINER MARIA RILKE

DÉCIMA ELEGÍA



Que un día, a la salida de esta visión feroz, eleve yo
mi canto de júbilo y gloria hasta los ángeles, que asentirán.
Que de los claros martillazos del corazón, ninguno
golpee mal en cuerdas flojas, dudosas o que se rompan.
Que mi rostro fluido me haga más resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca. Oh, entonces, cómo
me serán queridas ustedes, noches de aflicción.
Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores. Cómo por anticipado
los divisamos en la triste duración: por si tal vez
tienen final. Pero ellos son, desde luego, nuestro
follaje de invierno, nuestro oscuro verde perenne,
-uno de los tiempos del año secreto, no sólo tiempo-;
son lugar, asentamiento, lecho, suelo, domicilio.
Por cierto, ay, qué extrañas son las callejuelas
de la Ciudad del Dolor, donde en el falso silencio,
fuerte, hecho de gritería, lo que ha sido vertido
del molde del vacío alardea: el dorado estrépito,
el monumento estallante. Oh, cómo un ángel
les aniquilaría, sin dejar rastro, el mercado
de consuelos, al que la iglesia rodea, la que compraron
prefabricada: limpia, cerrada y desengañada como
una oficina de correos en domingo. Fuera, en cambio, cómo
se encrespan las orillas de la feria. ¡Columpios
de la libertad! ¡Buzos y malabaristas del afán!
Y el tiro al blanco de la felicidad acicalada,
con figuritas, donde los blancos se tambalean
como de hojalata cuando son alcanzados por un tirador
más atinado. Del aplauso hacia el azar, sigue él,
a traspiés; pues se anuncian puestos de todo tipo
de curiosidades, tocan al tambor y chillan. Pero hay
para los adultos algo más especial que ver: cómo
se multiplica el dinero, anatómicamente, no sólo
por diversión: el órgano genital del dinero, todo,
el conjunto, el procedimiento, esto instruye y hace
fértil...
...Oh, pero ahí junto, afuera, detrás de
las últimas palizadas, tapizadas de anuncios
de "Sin Muerte", de esa amarga cerveza, que parece dulce
a sus bebedores, siempre y cuando mastiquen con ella
diversiones frescas..., exactamente a espaldas
de las palizadas, exactamente detrás, está lo real.
Los niños juegan, los amantes se toman uno al otro,
apartados, con seriedad, en la pobre hierba, y los perros
tienen la naturaleza. El muchacho es atraído más allá;
quizás ama a una joven Lamentación... Tras ella va
por praderas. Ella dice: -Lejos. Vivimos allá afuera.
-¿Dónde? Y el muchacho sigue. Ella lo conmueve con su
actitud. El hombro, el cuello... quizás ella es de noble
origen. Pero la deja, se da la vuelta, mira en torno,
hace una seña... ¿Qué se ha de hacer? Ella es una
Lamentación.
Sólo los muertos jóvenes, en la primera condición
de serenidad atemporal, la deshabituación, la siguen
con amor. Ella aguarda a las chicas y se hace amiga
de ellas. Silenciosamente les muestra lo que lleva
consigo. Perlas de dolor y los finos velos
de la tolerancia. Con los muchachos camina
en silencio.
Pero ahí, donde viven, en el valle, una Lamentación,
una de las más ancianas, se encarga del muchacho, cuando
él pregunta: -Nosotras éramos, dice ella, una
gran familia, nosotras, las lamentaciones. Los padres
trabajaban en la minería, ahí en la gran montaña:
entre los hombres, a veces encuentras un pedazo
de dolor original, pulimentado, o lascas de ira
petrificada del viejo volcán. Sí, esto venía de ahí.
Alguna vez fuimos ricas.
Y ella lo conduce ligeramente a través del amplio paisaje
de las lamentaciones, le muestra las columnas
de los templos y las ruinas de los castillos, desde donde
antiguamente, los príncipes de las lamentaciones
con sabiduría gobernaban el país. Le muestra los altos
árboles de las lágrimas y los campos de la florida
melancolía. (Los vivos sólo la conocen como follaje
tierno.) Le muestra los animales del duelo, paciendo,
y a veces, un pájaro se espanta, y traza en el espacio,
volando bajo, frente a ellos, de través, al ras
de su mirada, la imagen escrita de su grito solitario.
Al atardecer lo lleva a las tumbas de los ancianos
de la familia de las lamentaciones, las sibilas
y los señores del consejo. Pero se acerca la noche,
así que caminan más quedo, y pronto se levanta, lleno
de luna, el monumento funerario, que vela sobre todas
las cosas. Es hermano de aquélla del Nilo, la sublime
esfinge: rostro de la cámara callada. Y se asombran ante
la cabeza coronada, que para siempre, silenciosamente,
ha puesto el rostro de los hombres sobre la balanza de las
estrellas.
Los ojos del muchacho no la aprehenden, todavía
en el vértigo de la muerte temprana. Pero la mirada
de la esfinge, desde detrás del borde del pschent,
espanta al búho. Y rozándola en lento frotamiento
a lo largo de la mejilla, la de redondez más madura,
el búho dibuja suavemente en su nuevo oído de muerto,
sobre una hoja doble, abierta, el contorno
indescriptible.
Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las estrellas
del país del dolor. Lentamente las nombra la Lamentación:
"Mira, aquí: el Jinete, el Bastón, y a la constelación
más llena la llaman: Corona de Frutos. Luego, más allá,
hacia el polo: Cuna, Camino, el Libro Ardiente, Títere,
Ventana. Pero en el cielo del sur, pura como en la palma
de una mano bendita, la clara M resplandeciente,
que significa las Madres...
Pero el muerto debe avanzar, y en silencio la anciana
Lamentación lo lleva hasta el barranco
donde resplandece la luna:
la Fuente de la Alegría. Con veneración
ella la nombra, dice: "Entre los hombres
es una corriente que arrastra".
Están al pie de la montaña
y ahí ella lo abraza, llorando.
Sube él, solitario, hacia los montes del dolor original.
Y ni siquiera una vez su paso resuena desde el destino mudo.
Pero si despertaran en nosotros un símbolo, ellos,
los interminablemente muertos, mira, señalarían quizás
los amentos de los avellanos vacíos, colgantes,
o pensarían en la lluvia, que cae sobre el suelo oscuro en
primavera.
Y nosotros, que pensamos en la dicha creciente,
sentiríamos la emoción
que casi nos consterna
cuando algo dichoso cae.

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