jueves, 4 de febrero de 2010

SEMANA DE JOSÉ GOROSTIZA

MUERTE SIN FIN

-SEXTA PARTE -

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo que fulmina
ala luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda
que se anega en el abrilde su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas y los metales exquisitos,
todos, regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca.

Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos con sólo naipes
de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohíno crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí paso a paso, muerte a muerte,
locos, se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran al animal,
la planta a la planta,
la piedra a la piedra,
el fuego al fuego,
el mar al mar,
la nube a la nube,
el sol hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desemboca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca,
está muriendo y solo ya,
sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido —¡ay, Él también!—
por un cabello por el ojo
en almendra de esa muerte que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡ALELUYA, ALELUYA!

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